Mar adentro

milena Rodríguez / gutiérrez

Trajes

EL traje de los que mandan es un traje ancho, cómodo y de colores vivos; un traje caro, con muchos brillos y luces. El traje de los subordinados, por el contrario, es un traje muy barato, que puede comprarse en cualquier tienda; tiene colores oscuros, y es corto y bastante estrecho. Podría pensarse que es más fácil ponerse el primer traje, pero no es totalmente cierto: ponerse un traje, sea el que sea, tiene su ciencia, o su arte. Ciertos políticos y dirigentes españoles lo desconocen. Piensan, acaso, que han nacido con el traje que llevan y que no van a tener que quitárselo nunca. Por eso no saben o tienen muchos problemas para ponerse el traje que deben vestir cada día. Y no advierten jamás lo grandes que les quedan. Ni cómo les cuelgan las mangas, o cómo pisotean los dobladillos mientras se agitan en sus cargos. Y se contonean y pavonean sin percibir que llevan el traje sucio, con manchas o con rajaduras de primer grado.

Supongo que como los dirigentes no reciben un máster (¿hará falta crear un máster para enseñar a vestir el traje de los que mandan?) no saben muy bien qué hacer en sus cargos y uno los ve debatirse dentro de ellos, mintiendo desvergonzadamente, manipulando, haciendo el ridículo ante todos. Como misioneros de causas propias, se encaraman encima de sus cargos para dar lecciones de buena conducta y de moral, de cumplimiento de normas que ellos nunca tienen que cumplir, de trabajo bien hecho. (El traje crece y se les escapa mientras ellos dan sus sermones). Por supuesto, las lecciones se dirigen siempre a sus inferiores, jamás a sus superiores; ni siquiera a sus iguales. Preferiblemente, a los más vulnerables del batallón. Si es posible, a ese, o mejor, a esa, que es la última de la fila (¿al final de la fila siempre hay una mujer?). Esa a la que toca hacer el trabajo que nadie quiere hacer. Esa que tiene que llegar sola a donde los demás llegan acompañados. Esa a la que ni siquiera tiene delante. La que, por cumplir con sus obligaciones, ha acabado contagiándose de la epidemia que padecían aquellos a quienes atendió, esos a los que el dirigente nunca vio siquiera las caras.

Haría falta convocar una fiesta de disfraces para dirigentes y subordinados. Una fiesta en la que ambos se mezclen y se intercambien los trajes. Una fiesta en la que los dirigentes se quiten sus trajes sin cesar, una y otra vez, hasta que aprendan a estar dentro de ellos.

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