TENGO la odiosa manía de juzgar una película según sus minutos finales. Como si una última vuelta de tuerca argumental o ideológica pudiera desbaratar los hallazgos que me ha brindado una cinta o justificar sus atropellos. Los finales están sobrevalorados. Tendemos a otorgar una importancia desmesurada a la forma en que acaban las cosas, como si el proceso que nos ha llevado hasta ellas no fuera más que una larga expectación que se desvanece una vez que cae el peso sagrado del punto, su lápida. Es como si el miedo a la muerte (esa forma retorcida de fascinación) pudiera invadir con su dinámica la manera en que evaluamos las aportaciones de ciertos movimientos sociales, terminamos con una pareja o un trabajo. Bajo esa lógica secreta, todo es para siempre lo que fue su último día. No se trata, por supuesto, de un síndrome nacional. Ni siquiera contemporáneo. En Japón, por ejemplo, existe una tradición sorprendente practicada originalmente por monjes budistas, samuráis y estudiosos de la literatura china, pero extendida al resto de la sociedad a partir del siglo XVI: los poemas a la muerte. Según dicta la tradición, justo antes de expirar, el moribundo debe escribir un haiku que sintetice su despedida. Como se imaginarán muchos de estos poemas son preparados a lo largo de toda la vida, nadie quiere legar a la posteridad una memez en borrador.

La obsesión por los finales es una forma de negación. Para muchos europeos que crecieron mientras la Revolución del 68 perdía crédito hasta convertirse en una caricatura de sí misma, los movimientos de respuesta a la gestión neoliberal de la crisis están siendo la vía de adquisición de una nueva conciencia histórica. Las especulaciones financieras descontroladas tienen consecuencias reales sobre la vida de los ciudadanos, sobre su economía, sus trabajos, sus derechos sociales y hasta civiles. Ante esos efectos palmarios es imposible seguir defendiendo la "huelga de los acontecimientos" o "el desvanecimiento de la historia" con los que el sociólogo francés Jean Baudrillard definiera nuestra era posmoderna. Si miras para otro lado, la historia de golpea. No hay nada menos ilusorio.

Antes de su muerte, escribió un tal Gaki: "Hoy, pues, es el día en que el muñeco de nieve que se derrite es un hombre". No es un fantasma ni un heterónimo ni un avatar: es un hombre. En otro poema a la muerte, escribió Fusen: "Se enciende tan tenuemente como se apaga: una luciérnaga". Si tan tenue es la luz de principios y finales, lo único que nos queda es atender a lo que cae en medio.

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