La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

Mi casa es mi castillo

En mis gustos mando yo como el jornalero en su hambre cuando el cacique quiso comprar su voto

Desde hoy tenemos que apechugar con lo que ayer decidimos entre todos, votando, y con lo que, pactando, decidan aquellos a quienes votamos. Vistos el casting y el tráiler no tengo demasiada confianza, por no decir ninguna, en la calidad de la película resultante. Pero será de visión obligatoria de los títulos de crédito iniciales a los finales. La aceptación de lo que democráticamente decidan las mayorías es el fundamento de nuestra vida en común, desde el gobierno de la nación a las comunidades de vecinos.

Una obviedad, ya lo sé. A la que sumo otra: este principio, gracias precisamente a la democracia, no rige nuestras elecciones privadas y gustos personales. La casa de un inglés es su castillo, se decía desde el siglo XVI en la democracia más antigua y estable del mundo. Y el señor de ese castillo, por mucho que lo asedien los malos gobiernos emanados de las urnas, soy yo y es usted. El disfrute de la cultura, por ejemplo, que es lo que nos hace más humanos (sin por otra parte lograrlo del todo como por desgracia demuestran Heidegger, Celine y otros genios humanamente repugnantes), es una cuestión ajena a lo que las mayorías decidan. Tenemos la obligación de disfrutar o padecer lo que salga de las urnas, pero no la de oír, leer y ver lo que las mayorías decidan. Consulten las listas de músicas más oídas, libros más leídos y películas o programas televisivos más vistos e imagínense que debiéramos obedecer a esa voluntad mayoritaria.

No se trata de incurrir en el elitismo del editor del Times que, a mediados del siglo XIX, cuando creció la alfabetización y con ella la prensa popular de masas, dijo: “los periódicos se hacen hoy para quienes saben leer, pero no saben pensar”. Ni en el del directivo de una televisión americana que en los años 50 del pasado siglo dijo algo muy parecido: “la calidad de los programas desciende en la misma proporción que los precios de los aparatos de televisión”. Ni mucho menos de despreciar la cultura popular de masas que desde el siglo XIX hasta hoy nos ha dado tantas obras maestras. El clasismo cultural es tan repugnante como el social. Pero sí de marcar límites.

Hoy apechugamos con lo que las urnas hayan decidido, pero leemos, oímos y vemos lo que nos dé la real gana en una anarquía unipersonal, sin dios pedante ni amo del mercado. En mis gustos mando yo como el jornalero en su hambre cuando el cacique quiso comprar su voto.

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