A nativitate

Metafísicamente desclasado, sólo quedaba aquella señal bíblica para que quien le encontrase no lo matara

Se lo había dicho a sí mismo tantas veces y tan intensamente que ya era carne de su carne y espíritu de su espíritu. Y hasta transformado su propio ser. Más no cabía ni le cabía. Era esa creencia prístina la que coloreaba toda su vida, su íntimo convencimiento: unos nacen para servir y otros para ser servidos. Así de simple, sin más literatura. Lo dice Aristóteles, que la casa perfecta consta de esclavos y libres. Y lo recalca Nietzsche con la voluntad de dominio de los señores, la moral aristocrática frente a los desheredados. No más monsergas. La naturaleza lo ha hecho así y en todos los niveles de los seres vivos: en los leones, las hormigas y las palmeras. Hablar de igualdad de nacimiento y de todo eso es jugar con pompas de jabón. Y esas categorías existen en todos los círculos de la especie humana. En don Gervasio y doña Escolástica: con su reclinatorio en primera fila, el espacio reservado en el casino y a la espera de que ellos reconozcan su señorío y les atiendan en su necesidades y caprichos. Y le rían las gracias. (Natural, según la RAE: dicho de un señor, que tenía vasallos, o, por su linaje, derecho al señorío).

La contrariedad está en que esa designación viene a nativitate, por el nacimiento, por la cuna. ¿Y puede haber señores sobrevenidos?, ¿personas con tal ansia que traten de alcanzar el señorío mediante recovecos? Esa era su pregunta originaria. ¿Puede haberlos? Pues uno puede agregarse a los señores mientras tenga tanto dinero que se traduzca en tanto poder, aunque la sangre le delate en más de una ocasión y manifieste su falta de lustre en la necesidad de ostentación, contenida desde luego, pero ostentación al fin y al cabo. Falta de clase, dirían los genuinos.

La clase de los señores siempre es solidaria con sus miembros pero no en el caso de los agregados, de los que adheridos, a los que dejan solos, con meses sin que sonara el teléfono. Y ya, metafísicamente desclasado, sólo quedaba aquella señal bíblica para que quien le encontrase no lo matara. Pero rodeado de millones de ojos cuyas miradas acusadoras le consumían mañana, tarde y noche, por el este y el oeste, en la vigilia y en el sueño. Seguro que la de aquel palurdo, que estaba solo cuando entro en la cantina a tomar café, fue la última, la que lo ejecutó. Y es que el problema insoluble a fin de cuentas es que pertenecer a uno u otro grupo es a nativitate. Y eso no tiene solución.

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