APARTE del bochornoso espectáculo que han protagonizado los gerifaltes del PSOE este fin de semana, la crisis de la socialdemocracia europea no es algo que afecte únicamente a la centenaria formación fundada por Pablo Iglesias. El final de la Segunda Guerra Mundial supuso el abandono del marxismo que quedó confinado en el inmenso gulag creado por la Unión Soviética y que silenció la libertad y la democracia para millones de ciudadanos. A partir de ese momento, el socialismo se centró en una visión distinta del capitalismo; buscó la intervención estatal en la redistribución de la riqueza más que en la propiedad de los medios de producción y junto a los sectores más avanzados del liberalismo progresista creó el Estado de Bienestar que Aneurin Bevan, Ministro de Salud en el gabinete laborista de Clement Atlee y artífice del Sistema Nacional de Salud británico, defendió basándose en algo tan obvio como que "ninguna sociedad puede legítimamente llamarse civilizada si un enfermo no puede ser tratado por falta de medios".

También la derecha clásica siguió un camino similar. La democristiana CDU de Konrad Adenauer, influenciada por la doctrina social de la Iglesia, puso en práctica lo que los teóricos denominan capitalismo renano o economía social de mercado, cuya idea fundamental defiende la necesidad de una gestión política que impida, en una sociedad libre y moderna, la expulsión del sistema económico de los sectores más desfavorecidos de la sociedad. Gracias a esa entente cordiale la misma Europa que se había desangrado en dos guerras en menos de medio siglo, creó en el mismo período una Unión Económica y cuasi política que nos ha permitido disfrutar de los mejores años de nuestra historia.

Pero la caída del Muro rompió los equilibrios y la crisis financiera lo ha cambiado todo. Realmente, el Estado de Bienestar sigue vivo pero ha calado la idea de que se está desmoronando. Y frente a la izquierda radical y populista que no aporta soluciones sino que se limita a magnificar los problemas, la socialdemocracia europea no ha sabido reaccionar y se ha intentado radicalizar desde los despachos en lugar de desenmascarar a los revolucionarios liberticidas que buscan el fin de las democracias. El agitprop y la algarada callejera nos llevan al caos. Y ahí radica el dilema del PSOE, en que debe recuperar a sus votantes antes de que sus militantes más radicalizados certifiquen su defunción.

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