Tribuna

Alfonso lazo

Artemisa

No es raro al entrar en una iglesia antigua levantada sobre un templo pagano, erigido encima de un santuario calcolítico, que personas sensibles experimenten con fuerza una presencia Divina

Artemisa

Artemisa / rosell

Cuentan los Hechos de los Apóstoles que cuando Pablo, en sus correrías por el Mediterráneo anunciando la llegada inminente del Reino y la resurrección del último día, arribó a Éfeso, sus palabras provocaron un tremendo alboroto al ser tomadas como un desprecio hacia la divina patrona de la ciudad: durante horas y horas el gentío concentrado en el ágora no paró de gritar “¡Grande es la Artemisa de los efecios!”. A esa misma Artemisa me la encontré por sorpresa cierta mañana en París.

Se trataba de una exposición en el Petit Palais sobre los grandes hallazgos arqueológicos de Pompeya. En el centro de una gran sala circular, vacía de cualquier otra pieza de la exposición, se encontraba una perfecta copia pompeyana de la Artemisa de Éfeso. Quedé como hipnotizado por su belleza y espiritualidad; tallada en mármol, alabastro y ébano, de tamaño algo superior al natural, apenas antropomorfa, sólo el rostro (negro), las manos y los pies eran humanos, al igual que las vírgenes de paso de palio que procesionan en la Semana Santa de Sevilla. Imposible pasar de largo ante aquella sagrada figura imposible de olvidar. Cuando después he viajado a Nápoles siempre le rendí visita en el Museo Arqueológico, su sede habitual.

La lengua española, hablada o escrita, apenas distingue entre “cultura” y “civilización” y en la práctica se utilizan casi como sinónimos. Pero son cosas bien distintas, y teóricos y antropólogos suelen definir la cultura como todo aquello que hace el hombre y no puede hacer la naturaleza: comer una manzana no es cultura pues lo mismo se la come un simio o la picotea un cuervo (naturaleza); pero comerse una manzana asada sí es cultura porque solo lo puede hacer el ser humano, no el macaco ni el pájaro. Así, todos los pueblos tienen su cultura, si bien una es la cultura de la Atenas de Pericles y otra es la cultura de los cazadores de cabeza de Sumatra. Por tanto, no todas las culturas son civilizadas y existen etnias y costumbres salvajes y brutales. Civilización, por el contrario, es cultura más verdad, bondad y belleza.

La civilización, pues, viene a ser inseparable del gran arte, a su vez inseparable de la verdad (no engaña: la columna de mármol de un templo griego es de verdadero mármol, no de latón imitando el mármol), la bondad y la belleza; belleza que genera sentimientos de arrobo y admiración.

No obstante, esa supuesta definición de lo bello (“Arrobo y admiración”) no es tal definición ni distingue tiempos, gustos y lugares diferentes: en el siglo XVIII, por ejemplo, el llamado buen gusto abominaba de la arquitectura gótica, considerada tosca y bárbara, mientras gustaba de lo rococó. Imposible entonces la definición de lo bello, al igual que no resulta posible describir a Dios, una realidad que no puede ser descrita. Quizás Dios y belleza sean los únicos conceptos que puedan ser experimentados pero no definidos, bien lo saben los místicos de todas las grandes religiones que solo pueden expresar su experiencia por medio de la poesía y símbolos oscuros.

Son los científicos y filósofos quienes están capacitados para definir todo cuanto existe, pero no se logra encontrar entre ellos ninguna definición precisa de lo bello que, sin embargo, es bien real y existente. Y es esa realidad imposible de describir lo que le une a la Divinidad.

En el pensamiento de los antiguos profetas de Israel, de Agustín de Hipona, de Tomás de Aquino, de Lutero, de Teresa de Ávila, de Pascal, de Zubiri, de Enri de Lubac, de Razinger... Dios es un Dios personal. Mas si esto es así, la belleza no es un mero vocablo que nos sirve para designar lo indesignable (incluida la sobrenatural belleza de la patrona de Éfeso), sino una natural emanación de la Deidad fuente de todo bien. La palabra da nombre a las cosas que tiene delante y que así son conocidas, pero la palabra “belleza” no tiene delante “la belleza en sí”, por eso los altos pensadores citados más arriba y otros de igual rango hacen inevitable su directo origen divino. ¿Cómo si no podríamos experimentar lo inexpresable?

Escribe Michel Houellebecq en uno de sus últimos libros que cuando asiste a misa no puede dejar de creer en Dios porque siente su presencia bajo las naves del templo, pero apenas sale a la calle (ruido y furia) vuelve a perder la fe. No es raro, al entrar en una hermosa iglesia antigua levantada sobre un templo pagano, erigido encima de un santuario calcolítico, que personas sensibles experimenten con fuerza una presencia Divina.

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