Tribuna

José María Agüera Lorente

Pensando en las playas de Galicia

No deja de ser paradójico que esa industria del transporte marítimo, sin la que es imposible el funcionamiento del capitalismo global, sea una “industria invisible”

Pensando en las playas de Galicia

Pensando en las playas de Galicia

Yo me crié en un pueblo de la costa malagueña desde el que se divisiva el Peñón de Gibraltar. Cuando iba a la playa en aquellas tardes de verano de mi infancia raro era el día que no veía recortada en el horizonte la imponente silueta de uno de esos buques metálicos que surcaban el Estrecho henchida su panza de petróleo camino del puerto de Algeciras. Y rara era la tarde que mis pies no terminaban manchados de una brea negra azabache densa y pegajosa que solía aparecer depositada en la orilla en forma de galletas de diverso tamaño. Mi madre precavidamente acostumbraba a llevar una botellita con aguarrás para aplicarlo mediante un trapo y así eliminarlas. Entonces no lo sabía, pero eran las externalidades negativas de esa industria invisible, la del transporte marítimo, que ahora vuelve a hacerse contundentemente visible mediante las millones de bolitas de plástico que inundan las playas de Galicia (los economistas llaman externalidades negativas a aquellas consecuencias de realizar cualquier actividad que causen daño a la sociedad, sin estar implícitas en los costes de las mismas). Es estúpido negar la evidencia, sobre todo por parte de las autoridades que tienen la responsabilidad de afrontarla en primer lugar.

Como escribiera el filósofo inglés John Gray en su libro titulado Falso amanecer: “Se necesitan unas instituciones estatales eficaces para controlar el impacto que los seres humanos ejercen sobre el medio ambiente natural y para limitar la explotación de los recursos naturales en función de intereses irresponsables”. En los países democráticos como el nuestro somos los ciudadanos los que debemos exigir esas instituciones y velar por que funcionen eficazmente.

No deja de ser paradójico que esa industria del transporte marítimo, sin la que es imposible el funcionamiento del capitalismo global, consistente en la permanente circulación a través de los océanos de miles y miles de barcos de dimensiones ciclópeas, sea como señala la periodista Rose George una “industria invisible”; y, sin embargo, sus evidencias están ahí al alcance de cualquiera: las siluetas recortadas en el horizonte marino de esos buques opacos a contraluz y respecto de lo que transportan, los mastodónticos camiones cargados de contenedores multicolor con los que nos cruzamos a diario en las carreteras, ¿acaso no sabemos de dónde vienen y cómo han llegado hasta nosotros? En esto, como ocurre con tantas otras cosas de este mundo que hemos creado, incurrimos en un caso de negación de la realidad. Numerosos trabajos en el campo de la economía del comportamiento revelan el carácter contagioso de la ceguera colectiva. Las personas, empujadas por sus emociones, pueden preferir ignorar los riesgos reales a los que se enfrentan, aunque sea al precio de tomar malas decisiones. La memoria y la atención humanas son maleables y limitadas, lo que posibilita la revisión errónea de las creencias. De todo ello tuvimos una buena ración durante la pandemia.

Volviendo a mis recuerdos de infancia me vienen a la memoria aquellos mapas de la escuela. Los mapas mudos eran representaciones de porciones del globo terráqueo que servían de recurso didáctico para que los niños aprendiéramos la geografía que nos enseñaban en el colegio. Venían por así decir sin etiquetar, sin los nombres de los ríos, de las montañas, de los mares y océanos. Estos eran los mapas físicos. Trabajábamos también con otros, que eran los mapas mudos políticos, en los que había que identificar las ciudades, las regiones y los países con sus fronteras. A juzgar por las movilizaciones ciudadanas que suscitan unas causas y otras se ve que a la ciudadanía española le preocupa más qué pasa con el etiquetaje del mapa político que lo que pasa en el mapa físico. La ruptura de España, que tanto poder de movilización tiene tanto de palabra como de obra, pero que por más que se da por inminentemente consumada, no se traduce en ningún hecho realmente perceptible, no corresponde ciertamente al mapa físico, sino al político. A mí, sin embargo, me preocupa infinitamente más la degradación de la España física, la que sufre una sequía que ya dura demasiado tiempo, la que padece la polución de su atmósfera, la que aguanta que sus ciudades más hermosas se transformen en mercancías y no en lugares de cuidado para sus habitantes, la que pierde ese frágil equilibrio entre el campo y la ciudad necesario para mantener entornos de convivencia humanos, la que se muestra inerme ante la contaminación de sus mares.

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