Parece que Marian Montero, directora del Parador Nacional de la Alhambra, tiene las cosas bastante claras. Las cosas de comer, de trabajar, de vivir en Granada, en esta misma tierra que, hasta ahora, es mucho más proclive a mirar, con oriental y paciente actitud, cómo pasa la vida por delante de ella sin ser capaz de reaccionar, de revolverse contra el adverso destino, que es al que se acostumbra por aquí a echar la culpa de todos los males. “Es que le tienen manía a Granada”, “Es que nadie hace nada por esta ciudad, abandonada a su suerte”, frases de queja como éstas son demasiado frecuentes en los ambientes en los que se mueve el mundo de la economía local, como si pareciera que esperamos la llegada de algún superalgo que sea capaz de hacernos reaccionar y abrirnos caminos de esperanzado futuro.

Y la verdad es que algo así es lo que ha venido a pasar. Pero no es que haya llegado alguien a propiciarnos todo tipo de concesiones y que se nos abran de ese modo las puertas de ese futuro más brillante en el mundo del desarrollo. Lo que parece que sucede es que, después de haber sido Granada, semanas pasadas, el destino de uno de los cónclaves más importantes del mundo, político y económico, ha habido, por fin, dirigentes empresariales locales que se han dado cuenta de que Granada, por sí misma y con su propia gente, es capaz de desarrollar ese enorme potencial turístico que, desde que la ciudad fue reconquistada por Occidente –en 1492– vino a convertirse en un claro objetivo, una meta, un lugar que, enriquecido artística e históricamente, ofrece inmensos atractivos a los potenciales visitantes, a los viajeros de cualesquiera partes del mundo que llevan cinco siglos descubriendo, fascinados, una ciudad de inmensos atractivos en manos de criaturas que no han sabido, todavía y con claridad y verdadera decisión qué hacer con ellos, sin darse cuenta, en fin y claramente de que esos atractivos son, precisamente, su futuro, su mejor futuro. Y eso es o debe de ser de lo que se ha percatado la directora del Parador Nacional de la Alhambra y que está teniendo la habilidad –y ese es mérito especial– de contagiarlo a otros dirigentes empresariales con verdaderas ganas de abandonar el camino de las continuas y desesperantes quejas.

Granada tendrá el futuro que sus propios empresarios quieran que tenga. No se puede por más tiempo aguardar en la sala de espera dejando pasar el tiempo hasta que lleguen más ilusionistas que hagan juegos malabares y aparentes con la capacidad económica de esta ciudad, de esta provincia de poblaciones y paisajes excepcionales. Los audaces serán los que marquen los caminos del futuro, pero hay que ser audaces y estar unidos, como lo han sido, como lo han hecho, los empresarios de alguna otra ciudad hermana y cercana que, de sólo tener un futuro de discreto puerto y negocios de comercio y pescadores, poco más, ha pasado, en el último siglo, de ser un vociferante y alegre cenachero a convertirse en el motor más dinámico en la economía de nuestra comunidad andaluza. ¡Ole por Málaga! ¿O no?

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