La columna

Juan Cañavate

jncvt2008@gmail.com

Renacimiento

Nuestros amados alcaldes espurrean estatuas por la ciudad como quien echa miguitas a las palomas

No recuerdo si aquello de que el Renacimiento había sido una venganza pitagórica se lo leí a algún ilustre académico del Warburg and Courtald Institute o fue un parto creativo de una noche de farra en aquellos años de irreverente juventud. Es lo que tiene la edad, que uno acaba por asumir que sus partos creativos lo son cada vez menos por mucha erudición que arrastre y por muchas barras nocturnas recorridas. Eso y que la memoria se va convirtiendo en una ruleta impredecible, aunque diga Juaristi que la memoria y la imaginación vienen a ser la misma cosa. Yo, el otro día, sin ir más lejos, me acordé de pronto del Renacimiento y de lo que les costó a aquellos ilustres diletantes del Quattrocento bajar las esculturas de las jambas y arquivoltas de las catedrales góticas a la mitad de una plaza. Al contrario que sus colegas del Barroco y sus mecenas que, con la contrarreforma empujándoles el culo, entendieron del tirón que la ciudad y sus símbolos eran un puro instrumento de poder y estuvieron más atentos al problema.

Bernini, por ejemplo, le dio un montón de vueltas hasta colocar los ángeles en el Ponte Sant'Angelo; ¿pero esto, desde dónde se mira? Se preguntaba.

Es posible que con el Barroco empezara un problema que hoy han resuelto con facilidad nuestros amados alcaldes que espurrean estatuas por la ciudad como quien echa miguitas a las palomas y que tienen las aceras, las plazas y las rotondas llenas de pegoletes sin más cuidado que el de hacerse la correspondiente foto junto a la correspondiente estatua, sin preocuparse de si el espacio es el adecuado para el cachirulo o si le sienta a la plaza o a la calle como a un Cristo un paracaídas.

Aún hace unos cuantos años había en Granada una Comisión de Monumentos y Antigüedades y también una Comisión de Ornato que opinaba sobre estos menesteres. Eso debía complicar las cosas en aquellos tiempos pretéritos, pero ahora es más fácil y se van soltando donde le venga bien a la autoridad competente o al asesor de imagen de turno, incluso quitando otras que antes hubo, como el patético grupo de flamenquitos apaleados que sustituyó, con gracia y salero, al discreto monumento a la Constitución.

Los alcaldes granadinos quieren dejar huella en la ciudad repartiendo por las calles arte de emotivo y lacrimógeno granadinismo cañí; aquí un aguador maltratado, allí un Chorrojumo contrahecho, allá un paseante de mórbida obesidad, acullá un emigrante que vuelve por Navidad... que arte.

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