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Santa Isabel la Real

  • Si la demencial gestión turística patrimonial del Ayuntamiento de Granada recuperase el sentido común debería incluir el Monasterio como visita obligada en los circuitos

Santa Isabel la Real

Santa Isabel la Real / A. Cañavate

De mis primeros paseos por Granada -todo belleza y sorpresa cuando llegué- guardo algunos rincones que podían, y aún pueden, quedar ocultos al paseante despistado.

Recuerdo -hace ya tantos años- de entre ellos, el Monasterio de Santa Isabel la Real, semiescondido tras el portalón, no siempre abierto, que lo alejaba del contacto directo con la calle; discreto y con el silencio apropiado a la vida en clausura de las monjas Clarisas, que allí andan desde su fundación por la reina Isabel en los primeros años de la conquista castellana, como una avanzadilla cristiana en el territorio hostil de un Albaicín profundamente islámico.

Para poder construir allí, la reina le cambió la propiedad de los terrenos a don Hernando de Zafra, el poderoso secretario de los Reyes, al que le habían tocado en el reparto, y que se tuvo que contentar, para levantar su complejo religioso y palaciego de Santa Catalina de Zafra y de la casa de su familia, con el entorno del Darro, que tampoco estaba mal, pero peor que el que doña Isabel había elegido para construir su monasterio en el corazón fundacional de la ciudad, en el centro de lo que había sido la Granada zirí y que luego fueron las propiedades de la reina Horra.

En mis primeras visitas, quizás fue la suerte, no era difícil entrar en la iglesia, siempre desierta y que más tarde, estaría casi siempre cerrada y poder contemplar las celosías del coro, el artesonado espectacular, el impresionante altar con la más impresionante escalinata que sube hasta él, los pequeños detalles y todo era como un regalo indescriptible y mágico para un chaval recién llegado de más allá del mar donde pocas cosas parecidas se podían contemplar.

Ya en el atrio, la fantástica fachada de la iglesia y, junto a ella, ese torno de madera gastada que sugería un mundo antiguo y misterioso de pasos perdidos entre claustros de agua y jardines al que yo, desgraciadamente, no tenía acceso.

Por aquel tiempo, quizás muy poco después, se dejó inacabada una obra que se había iniciado bastantes años antes y que no se retomaría hasta el año 1992, en el que el arquitecto Carlos Sánchez Gómez empezó a trabajar en el Conjunto para corregir bastantes cosas de las que ya se habían hecho, en algunos casos tan mal, que amenazaban con colapsar la cubierta de la iglesia. Después, los propios fondos del Monasterio, la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, el World Monuments Fund o la Fundación MonteMadrid se han ido alternando en la financiación de una restauración que lleva recorridos más de treinta años de la historia del Monasterio y, por supuesto, de la del propio arquitecto.

Intentar describir los trabajos desarrollados en esos treinta años en estas pocas letras, resultaría ridículo, pero si conviene detenerse en la forma en que se ha hecho para señalar ciertas paradojas en el debate siempre vivo de la restauración patrimonial.

El problema está en que el brillante éxito de la operación de restauración del Monasterio vuelve a dejar en entredicho el dogmatismo en las estrategias de restauración y la crítica poco rigurosa a una, llamemos, manera “antigua” de restaurar frente a otra, llamemos “moderna” o mejor trending topic, hoy ortodoxia oficial con ejemplos, incluso cerca del Monasterio, que dejan bastante que desear.

No es un debate sobre nombres, pero cualquiera reconoce la escuela que el arquitecto sevillano Manzano dejó en multitud de alumnos de la ETSA de Sevilla a pesar del reproche permanente de su acento historicista a lo Viollet le Duc y compañía.

Esa podría ser una explicación simple de los métodos de trabajo de Carlos Sánchez, pero la verdad es que, en el Monasterio, más que una reconstrucción idealizada a lo Viollet, lo que hay es la reconsideración de la arquitectura de conservación como un trabajo de artesanía que recupera el papel fundamental de cada oficio de forma independiente y, al mismo tiempo, coherente; más William Morris que Le Duc, más Arts and Crafts que inventos de acero corten. Desde la carpintería de las armaduras o la recuperación de las pinturas originales de la fachada del Monasterio, al envitolado de las llagas de mortero entre los ladrillos, con la inclinación perfecta para que el agua resbale por los paramentos, lo que realmente hay es un interés preciso por incluir en el proceso el reconocimiento de los oficios, los procesos técnicos y los materiales compatibles con la tradición constructiva del Bien como dice la Ley de Patrimonio; un reconocimiento que acaba por buscar y encontrar, más la “verdad” de la obra original que la animó en su génesis, que la creación de una nueva con la excusa de su restauración.

Si la demencial gestión turística patrimonial del Ayuntamiento de Granada, recuperase el sentido común, debería incluir el Monasterio como visita obligada en los circuitos, que no solo tapas hay en la ciudad.

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