Bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

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Las máscaras del amor

Aunque parezca que Ovidio, Bukowsky o las telenovelas hablan de lo mismo cuando hablan de amor, no es así

El amor no es algo eterno, es histórico, se da en el tiempo y en el espacio, disfrazado con ropajes diversos. Es una invención, un trampantojo, un relato. El sexo, en cambio, sí ha estado siempre ahí, como una fuerza nuclear explosiva que, en lugar de desintegrarnos, nos fusiona, con efectos espectaculares que han dado, y dan, mucho que hablar. El amor, o sus apariencias, han mantenido unidas, o enfrentadas, a naciones, a pueblos, a aldeas, a villorrios. Ayer volví a mi pueblo y, en un cajero, me reconoció, una de las mujeres que amé y que, castamente, me amó, cuando yo estaba en la edad del malabarismo y del chisporroteo. Recordamos que en los 50, si una mozuela se escapaba con el novio –para no tener que celebrar convite–, el maestro nos prohibía comentarlo en la escuela, el cura lo condenaba en el púlpito, pausaba la aguja de las bordadoras, mientras que los niños husmeábamos en lo oculto. Cayó como una bomba que el cura, rompiendo el secreto de confesión, proclamara en misa, delante de una novia embarazada, que eso era una vergüenza y que al matrimonio había que llegar –y nombró a la Emilia, una de sus penitentes–, como el cristal, ni manchado ni roto, pese a ser atravesado por turbios deseos. El cotorreo reforzó la unión en el pueblo. El lenguaje se inventó para chismorrear, sobre todo. No hay cosa que mantenga más unida a una familia que el rajar del que acaba de salir por la puerta tras la comida del domingo. Al sexo, ya vestido de palabras, lo han llamado amor San Pablo, Ovidio, Catulo, Petrarca, Dante, Boccaccio, los trovadores, los sonetistas, los románticos, el folletín, Nabokov, Bukowski y las telenovelas. Pero, pese a parecer que todos hablan de lo mismo, en cada época el amor ha sido diferente. Mi amiga, en el cajero, me cantó una canción que oímos de chicos. Decía así: El que quiere a una mujer / y se la deja quitá / lleva un cuchillo en la faca / y no le sirve pa na. La coplilla, le conté, me la había encontrado mucho después en la novelita rosa Campana la de la Vela (1936) de la escritora Concepción Castellá. Palabras de amor nacidas en la Granada rural y caciquil de principios del siglo XX. Dirigidas anónimamente a un varón ‘protoblandengue’ que estaba generosamente dispuesto a dejar que su amada se fuera con otro con tal de no obstaculizar su felicidad. ¡Ay, amor!

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