Tribuna

jAVIER GONZÁLEZ-COTTA

Las guerras que ya nos aburren

El horror tiene su gradación. No es lo mismo ver cómo estalla una bomba en un edificio de Jan Yunis que contemplar sin filtro la casquería humana que ha causado

Las guerras que ya nos aburren

Las guerras que ya nos aburren

En la era de la inmediatez, las guerras que se alargan en el tiempo acaban cansando. La guerra en Ucrania cumple ya su año segundo. Su duración parece una anomalía impropia para los patrones del siglo XXI. La mentalidad de hoy se rige por un cortísimo registro de paciencia. Cansa todo o casi todo en cualquier ámbito o contexto o circunstancia. Cansa un audio de WhatsApp que supera el minuto. Cansa ver una y otra vez el esqueleto del bloque de Valencia devorado por las fallas más tétricas. Cansan las propias imágenes que muestran la trituración diaria de Gaza sobre una moqueta de guijarros y cadáveres ocasionales.

Dice Casandra López (profesora de Comunicación en la Universidad Rey Juan Carlos), que nos volvemos insensibles ante la avalancha de imágenes de conflictos. A las guerras hay que ponerles rostro y contexto, pero tanto cúmulo de imágenes nos vuelve inmunes. Siendo cierto lo que afirma la preceptora, uno se pregunta por el tipo de imágenes de las que se dice que nos vuelven inmunes. El horror tiene su gradación. No es lo mismo ver cómo estalla una bomba en un edificio de Jan Yunis que contemplar sin filtro la casquería humana que ha causado.

A pocas personas les interesa conocer a fondo el contexto de los desastres que vemos. En guerras y conflictos, la revista 5W, por ejemplo, se encarga de explicar con todo pormenor –y con periodistas sobre el terreno– el relato que envuelve al horror del que se está informando. Pero, siendo honestos, los conflictos armados suelen causar aburrimiento en la audiencia, salvo algún que otro interés mediático. Se nos hacen incomprensibles, justamente cuando se nos ofrecen todos los datos geopolíticos para hacerlos entendibles.

A veces la audiencia se excusa en la lejanía perniciosa donde ocurren las atrocidades. Pronto se nos olvidó, en la guerra de la ex Yugoslavia (se cumplen ahora treinta años), la muletilla de los reporteros que repetían desde Sarajevo o Vukovar que aquella era una barbarie que estaba ocurriendo a poco más de dos horas de vuelo desde Madrid. El increíble y primitivo genocidio ocurrido en Ruanda en la primavera de 1994 (hace ahora también treinta años), sí podía acogerse a la excusa de la lejanía y la dificultad de entender el origen tribal de aquella terrible degollina padecida por los tutsis a manos de los hutus.

Suele suceder que la censura en los propios medios nos impide ver la crudeza de la barbarie en su forma más plástica y terrible. Esta es, me parece, la cuestión. Podemos ver a diario en Ucrania o en Gaza paisajes devastados a vista de dron. Incluso podemos ver imágenes de la papilla con muertos (incluidos niños y hasta recién nacidos). Pero lo que se nos ofrece no suele ser ni una tercera parte del infierno, con su explicitud real, tal cual es, sin cortes ni visillos. Hay excepciones, caso de 20 días en Mariúpol de Mstyslav Chernov, reciente Oscar al mejor documental. Algunas de sus imágenes producen una turbación que pone a prueba la cámara protectora de los estómagos más escarmentados (la muerte en directo de bebés, niños y adolescentes mutilados, la sangre en escarcha por el suelo, las fosas comunes llenas de fardos, los hospitales convertidos en morgues con cuerpos envueltos cutremente en precarios sudarios de edredones, chambergos de colorines y sábanas).

Cuando uno acaba de ver el documental, no cabe pregunta alguna sobre si la sobreexposición de imágenes terribles nos hace insensibles. No es truculencia, es la filmación de la verdad en crudo, con su cedazo más puro y desnudo. Lo hicieron posible unos reporteros ucranianos de Járkiv de Associated Press, los últimos que pudieron partir de Mariúpol antes de la toma final por los rusos. A través de las líneas enemigas consiguieron llevarse en secreto el material filmado, algunas de cuyas imágenes –las más digeribles, pero no todas en absoluto– hemos podido ver por televisión, en portadas de prensa y redes sociales.

Dice el veterano reportero Gervasio Sánchez que el horror gráfico es necesario. Lo terrible no son las fotografías directas que muestran criaturas muertas, sino el hecho de que haya niños sin vida. Cercenar su visión podría ser lo que nos vuelve insensibles. Ryszard Kapuscinski repetía que el periodismo debe ser siempre “indeseable, inoportuno y certero en su impertinencia”. No sin razón, se puede argüir que la explicitud del horror tiene su ética y que, llegado el caso, también podría llegar a adormecer conciencias por sobredosis. He aquí, tal vez, la duda para quien se la plantee. Sea como sea, explicitar el horror debería llevar siempre a la comprensión del drama humano y a la denuncia penal e internacional contra sus ejecutores.

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