Esta boca es tuya

Antonio Cambril

cambrilantonio@gmail.com

Doñana y el infierno

El cambio climático beneficia a quienes lo causan en la misma medida que multiplica el sufrimiento de quienes lo padecen

Lo ocurrido en el entorno de Doñana me ha traído a la memoria la ocurrencia de Benjamín Disraeli en relación con su gran rival político, el liberal William Gladstone. Judío, abogado, literato y dotado de un extravagante ingenio, el que fuera primer ministro británico con la reina Victoria respondió así cuando le preguntaron sobre la diferencia entre una desgracia y una calamidad: "Si Gladstone cayera al río Támesis y se ahogara, eso sería una desgracia; pero si alguien lo sacara del agua, eso sería una calamidad". Si ignoramos la impertinencia, por humorística, de la comparación, podríamos considerar que lo sucedido en los límites del Parque Nacional ha constituido una enorme desgracia ecológica y humana, puesto que ha arrasado cientos de hectáreas de terreno y ha dañado numerosas propiedades; pero no una calamidad, puesto que no ha producido víctimas mortales ni ha infartado el pulmón andaluz, el mayor monumento ecológico de la Península. La espectacularidad del incendio hizo que durante dos días pareciera que en Andalucía ardía todo menos los informativos de Canal Sur. Mientras la costa occidental se abrasaba, La Nuestra emitía una película de Marisol que no soportaría la prueba del carbono 14 y, después, La Báscula, un programa que tiene como protagonista a gente con sobrepeso… como si el incendio no fuese lo bastante gordo.

El drama ha servido también para avivar el debate sobre el cambio climático, convertido desde hace tiempo en una realidad pese a la osada ignorancia de los líderes internacionales, incluidos los dos presidentes españoles del PP, Aznar y Rajoy, que negaron la evidencia frente a la comunidad científica. No hay que suponer que el fuego se ha desatado por generación espontánea, pero es evidente que los riesgos se multiplican y la propagación se facilita con los veranos infernales y eternos. El calentamiento global constituye, junto a la superpoblación, el mayor peligro que acecha al Planeta, y sólo un cambio en el modelo productivo que ponga límite a la avaricia desaforada podrá detenerlo. El cambio climático beneficia a quienes lo causan en la misma medida que multiplica el sufrimiento de quienes lo padecen; la deforestación beneficia a unos cuantos y la reforestación la costeamos todos. El calor desmedido es muy poco democrático, daña sobre todo a los sectores más empobrecidos y achicharra las relaciones entre las distintas clases sociales. Tanto que el día en que el máximo accionista de una multinacional petrolera o gasística caiga víctima de un ataque de Dom Pérignon en su piscina puede que no falten descerebrados o cegados por el odio que consideren una calamidad su salvación.

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