Esta boca es tuya

Antonio Cambril

cambrilantonio@gmail.com

El último atentado

Pese a vivir en una comunidad mimada y próspera, loscruzados de la causa impusieron el terror y la queja

Eta hizo estallar anteayer un comunicado en el que manifiesta que pone fin a su existencia. El caso es acabar con alguien, aunque sea con uno mismo. La organización que ha empantanado de sangre la sociedad española desde finales de los 60 afirma que "disuelve completamente las estructuras". Se rinde sin pedir perdón a todas las víctimas, lanzando un mensaje de amor a Esukal Herría y tratando de enmascarar con burocráticas expresiones de ternura su siniestra historia. La noticia me retrotrajo de inmediato al año 97, que pasé en Cuba junto a mi amigo Luis Vázquez. Cuando corríamos por las calles y parques de La Habana solíamos toparnos con enormes cartelones en los que figuraba la leyenda "Patria o muerte"… y uno de los dos suspendía el ritmo respiratorio para gritar de inmediato: "¡Patria, patria!". Esa ha sido la paradoja de la organización que asesinó a más de 800 personas y dejó a otras miles huérfanas de padre, madre, hermanos o niños. Estos hijos de la grandísima patria chica imaginaria, estos nostálgicos del huerto paterno apostaron por la muerte, por doblegar a tiros a un supuesto Estado invasor, pese a que todas las guerras libradas por sus antepasados desde el XIX han sido guerras civiles. Guerras civiles fueron las carlistas y guerra civil fue la del 36, en la que, si mis fuentes atinan, el número de requetés al servicio de los militares rebeldes (más de 60.000) superó con mucho al de los gudaris que auxiliaron a la República (en torno a 40.000). Los chicarrones del norte no combatieron, pues, frente a los españoles. Ni sufrieron una represión mayor que los andaluces.

Con la instauración del Estado autonómico, Euskadi recuperó unos fueros que la discriminaban favorablemente en relación con la inmensa mayoría de los territorios peninsulares. Pese a vivir en una comunidad mimada y próspera, los cruzados de la causa impusieron el terror y la queja. Lo hicieron, como sucedió en la Alemania nazi, con la complicidad de buena parte de sus mayores, incluidos muchos sacerdotes con vocación de cura trabucaire, que se negaron a condenar con firmeza sus atrocidades y les ofrecieron la protección que se presta a un adolescente descarriado. Sin esa ayuda su existencia hubiese sido efímera. ¡Malditos son! Aún así, conviene dar por buena la noticia, alegrarse y andar con tiento. El recuerdo de los inocentes caídos en el pasado no debe cegar a los representantes públicos hasta el punto de no asegurar las vidas de otras personas en el futuro.

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