The Whale (La ballena) | Crítica

Brendan Fraser dignifica una exhibición 'freak'

Brendan Fraser, en 'The Whale'.

Brendan Fraser, en 'The Whale'. / D. S.

En el cine que es o se pretende de autor la responsabilidad última del producto es, por supuesto, del director. Esto es una verdad a medias, como casi todas las que tienen que ver con este medio irreductible a definiciones que es a personal y colectivo, artístico e industrial, creativo y comercial, indagación sobre las formas y las más abstrusas cuestiones y entretenimiento popular. Y las más de las veces, en muchos de sus mejores logros, el cine es todo eso a la vez.

Esta película, por ejemplo, pretende ser un duro ejercicio de representación de un proceso de autodestrucción a través de la comida y del abandono de sí mismo de un hombre amargado que llega a pesar más de 200 kilos, lo que la situaría en la órbita de un cine comprometido que trata con crudeza, pero también con respeto y compasión, un caso límite de autodestrucción; pero es también, o incluso solo es,  una exhibición impúdica y escatológica de la obesidad mórbida de su protagonista digna de un barracón de freaks. Porque, no mintamos, desde el título de la película a lo que se ha publicitado de ella basándose en la figura ¡irreconocible de Brendan Fraser, su mayor atractivo es la obesidad de su protagonista y el trabajo de Fraser y los maquilladores para lograrla, lo que sumaría al morboso atractivo por lo freak el inocente asombro ante la capacidad de un actor para transformarse con ayuda de maquillaje y prótesis que hizo la gloria de aquel Lon Chaney al que se publicitaba como el hombre de las mil caras.

Lo mismo sucede con el contradictorio papel del director. A Darren Aronofsky hay que agradecerle que escogiera la obra teatral de Samuel D. Hunter estrenada en 2012 en el Off-Broadway (aunque se equivocó al encargarle el guión), que escogiera para interpretarla a Brendan Fraser resucitándolo tras una larga cadena de fracasos, malas experiencias y depresiones, y que lo dirigiera admirablemente bien. Pero también a Aronofsky hay que reprocharle el tratamiento de la película, fruto  de su egolatría y efectismo de los que nacieron tanto las tan aclamadas como pretenciosas, indigestas y sobrevaloradas Pi, Réquiem por un sueño o, años después, Cisne negro, como la apreciable El luchador -su única película que me ha interesado- o los mamarrachos La fuente de la vida y Noé.

Las dos cuestiones convergen en el tratamiento. ¿Compasión y solidaridad con una tragedia o exhibición y miserabilismo? ¿El tratamiento de la historia y del personaje se hace en un escenario sobre el que se representa un drama o en la barraca de freaks de una feria? El reparo moral es grave en este caso. Y como siempre sucede en cine, viene dado no por lo que se cuenta sino por cómo se hace.

La dirección de Aronofsky contradice la voz y sobre todo la mirada de Fraser. Si el protagonista es un ser humano a quien el dolor tras la muerte del novio por el que abandonó a su familia, lo que ha generado el odio y el desprecio de su hija a la que ahora necesita con desesperación, lo ha hundido literalmente en sí mismo, preso de la masa de carne en que se ha convertido, solo intacta la mirada que aparece implorar socorro, que lo liberen de sí mismo (la siempre compleja relación entre el yo autoconsciente y el cuerpo que hace posible la existencia de ese yo), Fraser parece también preso de la película que hace posible al personaje, la desborda, la supera y su mirada implorante, su voz grave y profunda, parecen pedir que lo saquen de allí, que merece más. 

Aronofsky incurre en el error (o inmoralidad) de exhibir a su personaje incluso en sus momentos íntimos más penosos

Charlie, el protagonista, imparte sus clases de literatura on line sin activar nunca la cámara: no quiere que se vea su obesidad mórbida. Aronofsky no solo muestra (lo que es imprescindible para la película: no podría ser solo una voz en off), incurre en el error (o inmoralidad) de exhibirlo incluso en sus momentos íntimos más penosos: son el factor Lon Chaney y el factor freak que el director no solo no logra superar, sino en los que se recrea con mucho más morbo exhibicionista y escatológico que empatía.

Todo es Brendan Fraser -una mirada y una voz rebosantes de autenticidad y emoción enterradas en una gigantesca prótesis de maquillaje- en esta película; superando incluso la indecente exhibición a la que Aronofsky lo somete. En torno a él hay buenas interpretaciones de Sadie Fink en el papel tópico de la hija adolescente, Hong Chau en el de la amiga y cuidadora, Ty Simpkins como un misionero sectario metido con calzador para reforzar el tema de la redención y Samantha Morton como la ex esposa. Todos son satélites en torno a Fraser, única razón de ver esta película como "hombre elefante" de una exhibición freak que él dignifica con su voz y su mirada. Suyas, y sólo suyas, son las dos estrellitas.   

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