CLÁSICOS OLVIDADOS DEL SIGLO XX (VIII)

Vi hijos y hombres y jardines en mis manos

  • Los relatos de Lucia Berlin, maestra de la elipsis, nos atrapan por la voz peculiar de la narradora. 'Lavandería Ángel' se inspira en vivencias que perturbaron profundamente a la autora

Lucia Berlin (Alaska, 1936-Los Ángeles, 2004).

Lucia Berlin (Alaska, 1936-Los Ángeles, 2004).

El relato "Lavandería Ángel" pertenece al primer libro de relatos que publicó Lucia Berlin, en 1980, en una pequeña editorial que apenas tuvo difusión. Está situado en Albuquerque (Nuevo México), donde Lucia vivió unos años con su marido Buddy Berlin, que era adicto a la heroína pero también era un hombre encantador que adoraba a sus hijos y que trataba con sumo cariño a Lucia. Por lo que sabemos, Lucia Berlin ya no vivía en Albuquerque cuando escribió este relato, pero la mayoría de sus relatos reconstruyen los hechos de su vida de una forma que reproduce los vagabundeos impredecibles de la memoria. Según contó su hijo, "mi madre rehacía las historias y los recuerdos de nuestra familia, los embellecía o los editaba hasta el punto de que ahora ya no sé lo que sucedió en realidad. Pero mi madre decía que eso no importaba, porque lo que importaba era el relato". En "Lavandería Ángel" no sabemos cuánto hay de verdad o de mentira, pero está claro que está inspirado en vivencias que perturbaron de forma muy profunda a la autora.

Un gran relato se puede escribir con poquísimos elementos, y esto es lo que consigue Lucia Berlin. Si existieran las leyes de la compresibilidad narrativa -comprimir la mayor cantidad de material narrativo en el menor espacio posible-, Lucia Berlin sería una de las candidatas a ganar ese premio (y eso que ella se reiría a carcajadas si pudiera leer esto: "Pero qué idioteces llegan a decir los críticos", diría). En este relato, que no llega a las seis páginas, solo hay tres personajes -la narradora, que es la propia Lucia, además de un indio llamado Tony y del dueño de la lavandería-, pero de algún modo logra contar la vida de todos ellos suministrando un mínimo de información. Para conseguirlo, Lucia Berlin utiliza dos objetos que funcionan como motivos simbólicos: la propia lavandería -y lo que significa esa lavandería-, y el espejo de pared en el que el indio y Lucia van trabando su relación, una relación hecha de miradas y frases brevísimas y roces y sobreentendidos. No hay nada más. Pero al leer esta historia, tenemos la sensación de que nos hemos asomado al corazón de los personajes y hemos descubierto lo que esos personajes habían intentado olvidar como si jamás hubiera sucedido.

Portada del libro que incluye 'Lavandería Ángel'. Portada del libro que incluye 'Lavandería Ángel'.

Portada del libro que incluye 'Lavandería Ángel'.

La lavandería Ángel está en una zona de la ciudad donde vive gente que trasporta "colchones sucios, tronas herrumbrosas atadas al techo de viejos Buick abollados, sartenes aceitosas que gotean, cantimploras de lienzo que gotean". ¿Por qué Lucia, la narradora, que parece vivir en un sector mucho más elegante de la ciudad, se empeña en usar esa lavandería cochambrosa? ¿Qué es lo que la atrae hacia allí? ¿Por qué vuelve? ¿Qué busca? Por supuesto, el secreto del relato es que Lucia Berlin nunca nos lo revelará. Si hay una escritora que sepa usar las elipsis con mano maestra, esa es Lucia Berlin. En este relato, por ejemplo, sabemos muy poco de la narradora. No se nos dice cómo vive ni a qué se dedica. Es alguien que está allí, una voz, nada más. Pero los relatos de Berlin nos atrapan por la voz peculiar de la narradora: una voz que nos fascina porque suena como una madre que cuenta cuentos a sus hijos, pero que al mismo tiempo se expresa como una desconocida que nos cuenta cómo se encontró a su marido, una noche, metiéndose un pico de heroína en el cuarto de baño. Esas dos voces superpuestas -la maternal y la atroz, la voz que habla con afecto y humor y la que está contando cosas terribles- son el secreto de Lucia Berlin. Nadie podrá imitar jamás esa voz.

Aparentemente, el relato se limita a contar cómo dos desconocidos -Lucia y el indio- entran en contacto en una lavandería, descubren lo mucho que se parecen, y cuando todo anunciaba que iba a surgir algo más entre ellos -comprensión, afecto, cariño, incluso amor-, la relación se interrumpe y cada uno se va por su lado. Él es Tony, un viejo jefe apache. Ella es una mujer con hijos ya crecidos. Lo más curioso es que su relación se funda en simples miradas que se cruzan en el espejo de pared. Después, toda la tensión se va desplazando hacia las manos. Las manos del indio tiemblan mucho, un signo evidente de alcoholismo agudo. La mujer se ve obligada a mirarse las manos cuando nota la mirada del indio. Y entonces siente pánico. Ve en sus manos "horrendas manchas de edad y dos cicatrices". Nunca nos dice por qué tenía las cicatrices ni por qué tiene esas manchas de edad. Y la mujer también ve que sus manos son "manos nerviosas, desamparadas". Pero a continuación la mujer ve algo más: "Vi hijos y hombres y jardines en mis manos". O sea que hay cicatrices, y desamparo, y manchas de edad. Pero también hay hijos y hombres y jardines. Esas manos son unas manos poderosas. Son manos que han sostenido muchas cosas y que probablemente han evitado que esas cosas se deshicieran o se vinieran abajo.

Al final del relato, el indio se desploma, completamente borracho, y la narradora vuelve a quedarse sola en el espejo. Pero esta vez, aparte de los ojos y las manos, la narradora ve algo más: unos bonitos ojos azules, sus propios ojos. Sí, esa mujer solitaria que frecuenta las lavanderías de mala muerte fue una mujer muy bella. Y está claro -el indio lo ha resucitado todo con sus miradas furtivas- que su vida ha sido un cúmulo de soledad y cicatrices y desamparo. Pero la mujer no parece lamentarlo. Hay estoicismo en su voz. Incluso hay orgullo. Quizá, para ella, esa rutina solitaria que ahora es su vida significa tranquilidad y sosiego -aunque no haya felicidad ni amor ni aventura-, y con eso se conforma. Y sus ojos, al fin y al cabo, siguen siendo azules.

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