El baile de Natasha | Crítica

Los dos reinos

  • Orlando Figes explora el alma rusa en 'El baile de Natasha', un imponente fresco contado con nervio

'La mañana de la ejecución de los Streltsy', por Vasily Surikov (1848-1916).

'La mañana de la ejecución de los Streltsy', por Vasily Surikov (1848-1916). / D. S.

El título procede de, cómo no, Guerra y paz. Cuando los Róstov, una de las familias más influyentes de Rusia, criados entre las columnatas y los espejos de San Petersburgo, visitan la casa de su tío en el campo, se produce una fiesta improvisada. Los siervos retiran la mesa del almuerzo y se disponen a bailar, mientras un campesino tañe la balalaika en un rincón; es el momento en que Natasha Róstova, cuyas nociones de lo que es el mundo dependen de los gabinetes de la corte y los salones de moda, se arranca con una danza despeinada, siguiendo pasos que nadie le ha enseñado, dejando expresarse libremente a la sangre que bulle en su interior. ¿Cómo es posible que una condesita, educada en los ambientes francófonos del Báltico, sea capaz de responder a los acentos de la melodía como lo haría cualquier nodriza de las estepas? Anisia, el ama de llaves del tío, la contempla con arrobo mientras Tostói responde: "La esbelta y graciosa condesita, criada entre algodones y tan distante de ella… sabía entender cuanto había en Anisia, en el padre de Anisia, en su tío, en su madre y en cualquier ruso".

Este episodio menor de la mayor novela rusa de todos los tiempos sirve a Orlando Figes, eslavista de largo recorrido, para armar un fresco no menos imponente sobre la historia de la cultura que le dio ser. Rusia es un país dividido, como revela su posición en los mapas: a medias entre Europa y Asia, germánica y mongol, ilustrada y bárbara, ha tratado a lo largo de los siglos de formarse una identidad que a la vez la asemeje a sus vecinos de Occidente y mantenga incólume sus esencias. El proceso, de una complejidad obvia, implica yuxtaponer al pope y el científico, el icono y la porcelana de Sèvres, la tosca balada campesina con la última novela de París; mal que bien, poetas, estadistas, arquitectos e ideólogos han ido intentando modelar esa sustancia escurridiza y construir un alma rusa que les otorgue un puesto en el mundo, tarea en la que, a lo que parece, todavía andan enredados hoy.

En la novela de Tolstói, el baile de Natasha sirve de encuentro y colisión entre dos reinos de espacios y tiempos divergentes. Uno es el orbe afrancesado de la aristocracia, encarnado en la ciudad de San Petersburgo, con la mirada puesta en las riberas lejanas del Sena. Esta fue la nueva Rusia inventada por Pedro el Grande, cuando en 1703 decidió la construcción de una loca megalópolis en los pantanos del Báltico, émula de París, Ámsterdam y Venecia, que traería violentamente la modernidad a un país amodorrado y tétrico, entregado a la somnolencia de sus costumbres medievales. Y que personificaba la añosa ciudad de Moscú, vuelta hacia la Asia tártara, metáfora de la vida campesina, de la sencillez del siervo y la isba, de boyardos con caftanes y barbas silvestres que compartían sus salones con el ganado y no conocían mayores comodidades que el catre de paja. Rusia es el punto de contacto entre ambos escenarios, la imposible convivencia del salvajismo y la etiqueta, de Kant y Gengis Khan.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro. / D. S.

A lo largo de setecientas gozosas páginas, repletas de artistas y poetas, generales y damas de sociedad, pero también de funcionarios anónimos y diaristas de segunda fila, Orlando Figes va detallando los diversos vaivenes que en el transcurso de la historia rusa experimentará su propia imagen, el rostro que pretende presentarse a sí misma y a los foráneos. De los intentos decembristas por dotar al imperio de una Constitución organizada según los modelos europeos (y que acabó en completo desastre) a las llamadas al eslavismo de los románticos más recalcitrantes (cuyos ecos aún resuenan en Dostoievski), de la emancipación de los siervos en el tercer cuarto del siglo XIX (medida que llegaba con casi cien años de retraso) a la unción cuasidivina del zar todavía en los umbrales de la guerra de 1914, pasando por el interregno soviético y el recrudecimiento del nacionalismo, El baile de Natasha constituye un volumen imprescindible para los amantes de la civilización esteparia, escrito además con un nervio y un sentido de los tiempos (aquí una anécdota, allí una lección de historia, pausas para retratos, apólogos, precisiones topográficas) que convierten su lectura en una verdadera satisfacción.

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