El violín de Lev | Crítica

Historia y vida

  • En su búsqueda de la procedencia de un violín concreto, Helena Attlee despliega un apasionante recorrido que comienza en la Italia del Barroco y termina en la Rusia soviética

Antonio Stradivari en su legendario taller de instrumentos de cuerda.

Antonio Stradivari en su legendario taller de instrumentos de cuerda.

De nuevo por mediación de María Belmonte, que ya tradujo el delicioso libro –El país donde florece el limonero, también disponible en Acantilado– donde Helena Attlee proponía una historia de Italia a través de los cítricos, llega esta otra historia cultural donde la autora británica, estudiosa de los jardines italianos y de otros localizados en otras partes del mundo, vuelve a demostrar su capacidad para trazar amplios panoramas que se benefician del talento a la hora de encadenar historias y de la amenidad y la elegancia de la escritura. Aunque su trayecto no se limita en exclusiva al país transalpino, la pasión por Italia se refleja asimismo en El violín de Lev, una pasión alimentada por las lecturas y por los desplazamientos sobre el terreno, pues hablamos también, en no pequeña medida, de un libro de viajes, en el que la escritora, como tantos otros ingleses seducidos por la cultura italiana, ejerce de peregrina.

Un concierto de verano en Gales aporta la anécdota de la que parte la autora

Un concierto de verano en Gales donde Attlee quedó deslumbrada por la ejecución de un violinista virtuoso que interpretaba una melodía klezmer, la música festiva de las comunidades asquenazíes, es la anécdota de la que parte su recorrido por la historia del instrumento y sus evoluciones, dividida en cuatro movimientos que se remontan al origen y exploran el motivo de la fascinación inicial con todas sus posibles derivadas. La búsqueda de la procedencia de ese violín concreto, un modelo italiano de principios del XVIII que su dueño adquirió a un emigrado judeo-ruso afincado en Escocia, el Lev del título, quien por su parte lo había comprado en su país natal a un músico gitano, conduce a la autora, intrigada por el escaso valor que su actual poseedor atribuía a la pieza, a una inmersión en las singularidades y la secular pervivencia de esos venerables instrumentos que, exhibidos en los museos o muchas veces en activo, siguen moviendo al asombro de los amantes de la música. Aquella "cálida noche", detonante de su relato, oyó hablar al violín "con una voz tan poderosa" que ella y su amiga octogenaria –"¿Cómo se atreve a hablarnos de ese modo? ¡Somos mujeres casadas!"– se quedaron profundamente conmovidas. La madera, nos dice, despedía "un penetrante olor humano, un residuo íntimo del sudor dejado por generaciones de músicos", vestigios de ADN que lo convertían a sus ojos en un objeto casi animado. Esa humanidad distingue también a una narración que no se queda en los aspectos técnicos, impregnada de historia y vida.

El itinerario arranca a mediados del siglo XVI con la creación por Amati del violín moderno

La ciudad de Cremona, pequeña capital de Lombardía, famosa por sus lutieres y los linajes asociados a firmas de prestigio universal, los Amati, Guarneri o Stradivari, verdaderas dinastías que integraban a los parientes consanguíneos y a los aprendices o discípulos, señala el comienzo de un itinerario que arranca a mediados del siglo XVI con la creación por el maestro Andrea Amati del violín moderno, cuyas posibilidades fueron exploradas décadas después por Monteverdi en su inaugural Orfeo. A partir de ahí, Attlee dedica capítulos a los bosques madereros de los Dolomitas y la esforzada cadena de trabajos que conducía de las coníferas primigenias, aguas abajo del río Po, a las tablas armónicas de los talleres; a la relevancia de los violines en la música sacra, con la particularidad de que los instrumentos destinados a las iglesias no iban etiquetados, para evitar la eventual especulación, aunque procedieran de los mismos célebres establecimientos que a cambio de no firmar sus piezas estaban exentos de impuestos; al papel de los grandes compositores e intérpretes de Corelli en adelante; a la vida de los músicos en las orquestas litúrgicas, los personajes relevantes o las agrupaciones de huérfanos y expósitos a los que se educaba desde niños; al uso político en la corte florentina de los Médici, cuyos rituales eran indisociables de la música, o a los marchantes y coleccionistas entre los que sobresalen Cozio o luego Tarisio, máximos expertos de su tiempo. También al comercio de violines en la época moderna, a la diáspora que llevó a los músicos italianos y sus instrumentos por medio mundo o al modesto uso en las piezas folclóricas y el repertorio popular. Arte y artesanía, apuntes históricos y apreciaciones de primera mano, conviven en un libro repleto de pistas estimulantes que reconstruye no una época, sino varias.

No es necesario ser especialmente melómano para disfrutar de esta "aventura italiana"

No es necesario ser especialmente melómano –la propia autora reconoce su estatuto de aficionada– para disfrutar de esta "aventura italiana" que trasciende el ámbito de la música, aunque tenga la de los violines como hilo conductor. Como en su libro dedicado a los cítricos, Attlee ha construido un relato amable y lleno de encanto, hilvanado con noticias curiosas pero sin pretensiones eruditas, atravesado por una sustancia narrativa que le da a la evocación –la pesquisa concluye de modo inesperado– un cierto aire novelesco. En manos de autoras como ella la palabra cultura, tan manoseada, recupera su antiguo prestigio y su poder vivificante.

Helena Attlee ha trabajado en Italia durante tres décadas. Helena Attlee ha trabajado en Italia durante tres décadas.

Helena Attlee ha trabajado en Italia durante tres décadas.

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