23-F

Un golpe de Le Carré

  • El general Armada urdió una trama, un guión, donde involucró con falsedades y medias verdades, a demócratas y golpistas, a partidarios de un golpe de mano y otro de Estado 

Suárez sale en defensa de Gutiérrez Mellado el 23-F.

Suárez sale en defensa de Gutiérrez Mellado el 23-F. / EFE

Ningún hecho de la Historia logra conocerse en su integridad. Hasta el suceso más reciente, el que por temporalidad se inscribe en el cercano periodismo, está moteado de sombras, pero hay quien se empeña en llegar con su linterna hasta el último rincón para desvelar una última verdad a la que le sucederán otras. Así también se fabrican los misterios, porque la búsqueda es tan atractiva como infinita. De los fabuladores, algunos construyen relatos en apariencia coherentes para salvar los boquetes con fascinantes historias; otros recurren a la mentira con artefactos tan hilarantes como las declaraciones que en su día realizaron al autor personajes que en el momento de la publicación ya estaban muertos. El intento de golpe de Estado del 23-F es uno de este tipo de sucesos, en la estela del asesinato de Kennedy, de los atentados del 11-M o del magnicidio de Olof Palme.

Ésta es la tesis de Juan Francisco Fuentes, autor de la mejor biografía de Adolfo Suárez, catedrático de Historia Contemporánea de la Complutense y autor de El golpe que acabó con todos los golpes, publicado antes de la pandemia. Pero también es de la misma opinión Javier Cercas, escrito de Anatomía de un instante, quien ha valorado en más de una ocasión que del 23-F se sabe todo. O casi todo. En ello coincide con los políticos que estaban en la primera línea en esos años, bien en los gobiernos de la UCD, bien en la oposición. Se trata de uno de los hechos mejor estudiados, aunque, ciertamente, le falten algunas piezas de un puzzle que muestran una imagen nítida. Vamos, que la Torre Eiffel, visualizada pieza a pieza, no se va a transformar en el Coliseo romano cuando se sepa a qué jugó el comandante José Luis Cortina esos días, que es una, o la única, incógnita que queda del 23-F, más allá de lo que se diga en las cintas aún no publicitadas.

Poco antes del juicio a los participantes en el golpe, la Casa Real citó a los directores de los principales diarios de la época -que no eran muchos- para comprometerlos en la defensa de Juan Carlos I, porque sabía que el principal argumento de los encausados iba a ser la obediencia debida al Rey y al que, por tanto, iban a implicar en su relato. Como así fue. A esta tesis, la de la participación real, se sumarían años después Iñaki Anasagasti, Pilar Urbano y algunos referentes de la izquierda y del independentismo, empeñados en acabar con uno de los mitos fundacionales de la nueva democracia, también llamada ahora por los mismos el Régimen del 78.  

El intento del golpe de Estado de febrero de 1981 supuso la certificación del compromiso del rey Juan Carlos con la democracia y su legitimización como monarca, más allá de la que tuvo por la herencia de la sangre y por el nombramiento como sucesor por parte de Franco. La Constitución y su referéndum lo confirmaron, pero el 23-F lo certificó. De la complejidad de cada persona, de sus claroscuros y cambios de rumbo, da cuenta la ausencia del rey emérito en los actos conmemorativos del 40º aniversario en el Congreso. No sólo no asistirá, sino que se encuentra en un país extranjero, expatriado a causa de su comportamiento. Pero ni esto último de Juan Carlos I ensombrece su actuación en 1981 como aquello no le exonera de sus recientes errores.

La complejidad del intento de golpe tiene mucho que ver con esto de las dobleces de algunos personajes, verdaderos urdidores y agentes dobles sacados de los mejores guiones de John Le Carré. El maestro de las novelas de espionaje, que no se llamaba Le Carré, sino David Cornwell, encajó en el papel ese mundo de lealtades y mentiras de la gran política que, en ocasiones, se sustenta en hechos tan ridículos como cómicos. Alfonso Armada es el paradigma de esto último.

Instructor militar y preceptor de Juan Carlos a su llegada a España, y secretario general de la Casa Real hasta finales de los setenta, Armada hablaba entre sus conmilitones por boca del Rey. El gran error de Juan Carlos I fue confiarle a él y a muchos más, a empresarios, políticos y obispos, su recelo hacia Adolfo Suárez, contra quien hablaba media España, incluido los notables de su partido, la UCD. Pero una cosa es hablar y otra conspirar, y conspirar para obligarle a dimitir es bien distinto a organizar un golpe de Estado, que es lo que hizo el general Alfonso Armada.

Cuando Suárez dimitió tres semanas antes, acosado por la oposición, su Gobierno, los militares, los empresarios y el terrorismo de ETA, las razones se vinieron abajo. Nada como el nombre de Leopoldo Calvo Sotelo, sobrino del líder derechista, cuyo asesinato estuvo en el prólogo de la Guerra Civil, podía relajar ese ambiente enrarecido, pero los otros dos grandes protagonistas del golpe ya estaban montados y no iban a bajarse. Antonio Tejero, el exaltado del guión, sin doblez ninguna, y Jaime Milans del Bosch, monárquico, líder y paradigma del militar ultraconservador. Cada uno con su idea de golpe, pero inocentes ante los planes finales de Armada.      

El rey Juan Carlos detuvo el golpe militar la noche del 23 de febrero de 1981, porque si hubiese estado a favor, aquello habría triunfado, al menos durante un tiempo no demasiado largo. El general Quintana Lacaci, que tuvo mucho que ver con el fracaso del levantamiento en Madrid, se entrevistó días después de la salida de los diputados del Congreso con el ministro de Defensa recién nombrado por el presidente Leopoldo Calvo Sotelo. Y Alberto Oliart, fallecido algunos días, lo ha dejado escrito: lo que Lacaci le transmitió es que el paró el golpe en Madrid porque el Rey se lo había pedido; si le hubiera pedido que asaltase el Congreso, lo habría hecho.

El Ejército que llegó a la Transición era un Ejército franquista, formado por los mandos que habían vencido en la Guerra Civil más los provisionales que se incorporaron durante la contienda para paliar la falta de oficiales. Los militares españoles ya arrastraban desde el siglo XIX con una larga tradición de intervención en la política española a través de asonadas y levantamientos, de un lado y de otro, liberales y absolutistas, pero la guerra del 36 impuso un sesgo. Dispuestos a evolucionar a las órdenes del Rey, a aceptar el nuevo régimen democrático, pero dentro de su propio marco.

A los militares había tres cosas que les encendían: el terrorismo de ETA y la supuesta pasividad del Gobierno; el presidente de éste, Adolfo Suárez, al que no le habían perdonado la legalización del PCE, y la España de las autonomías. Cuando el primer presidente de la Junta, Rafael Escuredo, fue a visitar al capitán general de la Segunda Región Militar, Pedro Merry Gordon, años antes del 23-F, éste le espetó: ustedes, los políticos, con eso que llaman las autonomías, y a mí me coge preparando un golpe. Tal cual, según ha relato el ex presidente andaluz.

Armada oía al Rey, añadía, coloreaba y hablaba con los militares, y a Zarzuela, a su vez, le contaba la enorme crispación que había en los cuarteles. Con algunos grados de más. En ese contexto, fue él mismo quien se propuso como solución, al estilo de De Gaulle, como un presidente de Gobierno dispuesto a encauzar la Transición española. Y a ello pusieron el oído muchos, algunos sin saber hasta dónde estaba dispuesto Armada para conseguirlo, caso de Tarradellas, y otros, los ejecutores del golpe militar, ignorantes de que lo que buscaba era un golpe de mano más que un golpe de Estado.

De algunas oficinas del CESID (el antiguo CNI) salió el guión del supuesto inconstitucional máximo, un hecho tan grave que por su repercusión obligaría a una intervención real y a una búsqueda de un presidente de consenso para el Gobierno, una persona con autoritas, un general, por ejemplo. Los tiros y las voces de Tejero en su entrada al Congreso más la negativa de Sabino Fernández Campos, secretario entonces de la Casa del Rey, a recibir a Armada esa noche en Zarzuela dieron al traste con ese guión que tuvo su momento más hilarante cuando el asaltante de la Carrera de San Jerónimo le respondió al general urdidor, tirándole su lista del posible Gobierno, que él no había dado un golpe de Estado para nombrar ministros a socialistas y comunistas.        

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