Cuarteto Jerusalén | Crítica

Una clausura entre gigantes

El Jerusalem String Quartet en el Hospital Real

El Jerusalem String Quartet en el Hospital Real / Álex Cámara

Paralelamente al espectáculo lorquiano del Generalife, el Festival cerró en el Hospital Real con una conjunción de auténticos gigantes de la música. A Mozart, Beethoven y Schubert (basta con escribir sus nombres) se unió uno de los conjuntos de cámara más relevantes del escenario internacional, el Cuarteto Jerusalén, un grupo fundado en Tel Aviv hace justo ahora 25 años que poco a poco se ha ido encaramando a la cumbre de su especialidad que, como dije hace unos días en otra reseña, se encuentra en un momento de efervescencia absoluta.

El Jerusalén se acercó a tres obras maestras del Clasicismo vienés y lo hizo cronológicamente en tres etapas capaces de señalar el camino que estaba siguiendo la música en ese período de 35 años que va del primero de los Prusianos de Mozart (1789) a La muerte y la doncella de Schubert (1824), con el Serioso de Beethoven entre medias (1810). Un camino que apuntaba al respeto genérico de la forma (Beethoven la estaba cuestionando en su música pianística y la haría saltar por los aires en sus últimas partituras cuartetísticas que, justo por eso, tardarían en ser comprendidas y aceptadas) compatible con una expresión cada vez más romántica.

El Jerusalén empieza deslumbrando por un sonido que se caracteriza por su bella opulencia, su inmaculada afinación y su impecable empaste, pero termina conquistando por la forma en que ese sonido brillantísimo y ese equilibrio interno se pone al servicio de la música. Su Mozart fue absolutamente clásico, y ahora me refiero a la tradición más clásica de interpretación de esta música en el último medio siglo, es decir, aunque el conjunto controla muchísimo el vibrato, elude cualquier atisbo de amanerado portamento y articula con claridad, su visión queda lejos de la que están adoptando conjuntos más jóvenes (con instrumentos de época y sin ellos), que hacen especial hincapié en los acentos y usan un fraseo mucho más corto e incisivo. El legato domina las interpretaciones mozartianas del Jerusalén. Este KV 575 empezó relajadísimo, distinguido, elegante, apoyado en los bajos de terciopelo del violonchelo de Zlotnikov, se hizo aún más terso en el Andante (cómo lo consiguieron; no sabría decirlo con certeza) y jovialmente despreocupado en el trío del Scherzo para un final en el que sin perder la claridad y la transparencia de las texturas, el conjunto logró, merced a pequeños énfasis acentuales, crear una sensación de cierto desasosiego en el oyente, resuelta, eso sí, con los dos vibrantes acordes de cierre. Pero la semilla de la discordia pareció ya plantada en el paraíso clásico.

A desarrollarla se puso el conjunto israelí con el Cuarteto Serioso de Beethoven, obra difícil, abrupta, dramática, incluso violenta, pero a la vez estilizada formalmente y de una depuración absoluta (no llega a los 20 minutos de duración). El estilo interpretativo fue ya otro. Los ataques se hicieron mucho más incisivos, con sforzandi especialmente impetuosos, y al Jerusalén no le importó sacrificar algo de esa perfección sonora, de esas sedosas mantas de sonido mozartianas, por lograr una expresión más intensa y descarnada. Los planos sonoros se cruzaban, las líneas chocaban entre sí en un fluir discontinuo e inconexo que parecía reivindicar el individuo frente al conjunto y nos señalaba indiscutiblemente el universo de los cuartetos finales. Veníamos de ver una exposición de Rothko y de repente tropezamos con un Pollock. De la desnudez del tema que propone el cello al principio del segundo movimiento (y con el que se construye todo él) al poderío rítmico del Scherzo y la fulgurante coda (¡triunfal!) del movimiento conclusivo, la música se hizo convulsa y la interpretación del Jerusalén, apabullante.

El breve receso de cinco minutos pareció por completo necesario antes de penetrar en el trágico universo del Cuarteto nº14 de Schubert, marcado por ese segundo movimiento con variaciones sobre el tema de la muerte del lied La muerte y la doncella del propio compositor, que le da título a la obra. El Jerusalén contuvo un punto su energía casi demoníaca que impuso en Beethoven y volvió a bordar una versión absolutamente clásica de la magna obra schubertiana, dominada por la combinación entre el perfecto equilibrio y empaste sonoro y la poderosa energía que desprende toda la composición desde su arranque, y que el conjunto israelí destacó convenientemente con la incisividad de acentos y ataques. Especial relevancia tuvieron esas cinco variaciones del Andante con moto, en especial la segunda, en la que el sonido dulcísimo del violonchelo pareció asumir la voz de la muerte ("No temas, dame tu mano. Yo soy tu amiga") tratando de calmar la inquietud de la joven, que representaron los otros instrumentos. Fue en la cuarta variación (la escrita en un relajante y contrastante tono mayor) en el único momento de toda la velada en el que el violín de Pavlovsky perdió, muy puntualmente, la línea. La perfección también admite estos mínimos descuidos, en absoluto un borrón.

El Scherzo resultó algo más suave de lo que podía esperarse, como si quisiera contrastarse muy especialmente con la intensa agitación de esa auténtica danza macabra que es el Presto final, que el conjunto no atacó inmediatamente, lo que no es habitual. El cuarteto israelí supo mantener ahí las bridas del ritmo y la claridad textural en un movimiento que, tras su homofónica apertura (casi un trotto medieval), se va adensando en una compleja polifonía llena de cromatismos, hasta un final delirante que provocó una entusiasta aclamación del mismo público que con Beethoven había parecido más desconcertado que complacido.

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