crítica

Discreto recuerdo a los Ballets Rusos y a Nureyev

  • Las estrellas y Solistas del Ballet de la Ópera de París nos hicieron añorar la ausencia del gran conjunto galo

Discreto recuerdo a los Ballets Rusos y a Nureyev

Discreto recuerdo a los Ballets Rusos y a Nureyev

Hace dos años, el Festival ya recordó el centenario del paso de los Ballets Russes por España, primero en Madrid, en 1916, y por Granada dos años después. Le dediqué amplio análisis en este periódico subrayando aquella efemérides, la importancia que en el mundo de la Danza tuvieron la agrupación de Diaghilev y su relación con España –de donde saldría la versión de El sombrero de tres picos, de Falla-, y la programación que pusieron en el antiguo Teatro Isabel la Católica, los días 19 y 21 de mayo de 1918, entre ella Schéhérazade, además de una representación privada en la Alhambra el día 20. Los encargados de subrayar esta efeméride fueron las Estrellas del Ballet del Bolshoi de Moscú, con la participación de los Solistas del Ballet del Teatro Mariinski de San Petersburgo y de la Ópera Nacional de Bucarets, en dos espléndidas actuaciones, con variado programa que recordaban a los célebres Ballets, entre el que se encontraba el famoso paso a dos de Schéhérazade, entre la protagonista de la coreografía de Fokine y el esclavo.

Las estrellas y solistas del Ballet de la Ópera de París cerraron el ciclo de danza, bajo el mismo epígrafe, que hubiese sido más justo si lo que recordasen fuese algo más cercano, y en la memoria de todos los amantes de la danza, como ha sido el siempre triunfante y mágico paso del Ballet de la Ópera de París, como conjunto total, y no sólo con algunos miembros destacados de esta compañía francesa que ha estado presente en el Festival, casi desde sus comienzos, junto al recuerdo, también, de la actuación de Rudolf Nureyev –su director y coreógrafo durante una década-, junto a Margot Fonteyn en 1968, ante lo cipreses que han sido, antes de crear la cuadratura molesta del actual escenario, el verdadero y auténtico fondo para la danza más pura.

La perfección insípida –como diría lord Byron- de los perfectos bailarines nos hacía rememorar tantos momentos espectaculares del Ballet parisino, en su conjunto y con sus figuras. El crítico no tiene más remedio que remontarse décadas atrás para recordar algunas estampas mágicas, con la bellísima Claude Bessy interpretando, con George Skiabine, una maravillosa versión de Dafnis y Cloe, sobre la música de Ravel y coreografía de Fokine en 1965. Grandes ballets ha presentado esta compañía en el Generalife, desde Giselle o El pájaro de fuego, al inolvidable Lago de los cisnes que nadie ha interpretado como ellos o La bella durmiente, en 1979. Además, entonces bailaban con una orquesta en el foso que era lo habitual en los primeros programas, cuando la Nacional, por ejemplo, dirigida por Argenta, rubricaba la danza de Margot Fonteyn.

Siempre es difícil comparar los recuerdos con la realidad. Las primeras figuras, por sí solas, sin el acompañamiento de toda una compañía, han de ser de calidad excepcional para llenar un escenario como el del Generalife. Las galas de ballet en este recinto pocas veces han logrado el entusiasmo pleno. En esa perfección insípida se desarrolló El espectro de la rosa, delicado y perfecto, sobre todo en el brioso Germain Louvet, al que dio réplica expresiva Laeticia Pujol; el Fauno debussyano no salió de su siesta, siguiendo la línea estática y plástica que caracteriza la coreografía de Nijinsky, sobre la música genial de Debussy, y hasta el III acto de Raymonda resultó pobre, por la discreción de los ejecutantes, aunque fuese el broche final del espectáculo, lo cual no quiere decir que no fueran objeto de nuestra admiración, como técnicos y perfectos bailarines Amandine Albison y Germain Louvet y el resto del limitado conjunto. Lo que ocurre es que el homenaje a Nureyev, que de alguna forma quería recordar el solista al comenzar el acto, por la escuela del salto preciso y poderoso que el bailarín ruso nos dejó huella en este mismo escenario, hubiese necesitado no exclusivamente selección individual, sino un arropamiento que sólo un gran ballet puede dar.

Dejo para el final lo que me pareció más interesante, aunque estuviese fuera de la idea general de la velada: el estreno absoluto de la coreografía de Simone Valastro, en su versión modernizada de El hijo pródigo, sobre música de Prokofiev. Con ese carácter urbano que muchos coreógrafos utilizan hoy para actualizar mitos e historias, Valastro ha sabido darle contundencia plástica al hijo que huye de la casa paterna para buscar otro mundo en la gran ciudad. Su acierto es que no es necesario leerse ningún argumento, porque está reflejado en la escena. La gran oficina deshumanizada, como las relaciones humanas, las estúpidas formas de divertirse colectivamente, con alcohol o rociado de polvo blanco que utilizan los ‘civilizados’, acaban convirtiéndolo en basura que barre la limpiadora que recoge los restos del gran ocio urbano. El desengaño le hace volver a la casa pueblerina, donde el hermano, pese a resistirse al comienzo, acaba acogiéndolo, como hace el padre. Y todos –para seguir la línea de la fábula - acaban en la modesta mesa de la casa rural cenando y brindando por el regreso del pródigo.

Coreografía ingenua, pero bien cimentada, en movimientos no demasiado complicados, pero con suficiente efectividad, con un conjunto reducido, pero unido en un trabajo sobrio, en el que destaca el protagonista Andréa Sarria, junto al resto de personajes caricaturizados –jefe de oficina, tiesa secretaria-, padre y hermano del Pródigo y los integrantes de la historia, en la que colaboran, con mucha dignidad, Guillermo González Maroto y Álvaro Lizana García, en el hijo pródigo y hermano jóvenes, alumnos del Conservatorio Profesional de Danza ‘Reina Sofía’ de Granada que los menciono porque, tal vez, sea la primera vez que ven sus nombres en un periódico, pero seguro que en un futuro lo verán muchas veces.

Terminó un ciclo de danza discreto, como el resto de esta edición del Festival, en el que destacó, al comienzo del mismo, el dúo creativo de Blanca Ly y Maria Alexandrova en Diosas y Demonias. La repetida rica historia del Festival exige mayor selectividad no sólo en la danza –que debe ser el espectáculo más brillante y atrayente, por su propia definición-, sino en el resto de capítulos, empezando por el fundamental del sinfónico-coral y sin olvidar, como decía el domingo, las creaciones operísticas que en esta edición han brillado por su ausencia.

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