Concierto de Daniel Barenboim en el Festival de Música y Danza | Crítica

Beethoven entendido por Barenboim

  • El pianista argentino, un asiduo visitante del Festival, ofreció un recital en solitario dedicado al genio alemán a beneficio de Cruz Roja donde escogió un programa cargado de significado

El pianista David Barenboim durante su concierto en Granada.

El pianista David Barenboim durante su concierto en Granada. / Jesús jiménez / photographerssports

Sin duda, la relación de Daniel Barenboim con Beethoven es muy estrecha, no sólo por ser uno de los autores a los que más grabaciones ha dedicado en su carrera, sino porque el pianista y director defiende en sus escritos y entrevistas que siempre ha contemplado la música del genio de Bonn como un reto, una lucha por extraer la pura esencia beethoveniana en cada nota. El artista también afirma que tal lucha no se puede mantener sin gran esfuerzo y entrega por su parte. En realidad, Barenboim se muestra vencedor en la batalla, pues consigue exponer en el teclado un Beethoven alejado de amaneramientos y alardes técnicos, una música visceral que conecta con un profundo respeto y un arduo trabajo de comprensión e interpretación.

A punto de cumplir los 70 años en los escenarios, el Daniel Barenboim que se presentaba en Granada es un músico experimentado, que tras grabar tres integrales de las sonatas de Beethoven, cada una más meditada que la anterior, poco más puede añadir a su interpretación de esta música. Por tanto, ha llegado el tiempo de la reflexión, de la libertad expresiva, de la clarividencia que sólo se obtiene a través de la experiencia. El Beethoven que emanó de las manos del pianista fue tremendamente personal y, en ciertos aspectos, alejado de la lectura escolástica que se podría hacer de las partituras; fue un Beethoven a través de los ojos de Barenboim, con todo lo que eso implica en cuanto a los tempi y los giros dinámicos; y aunque sea imposible confirmarlo Beethoven, que se caracterizó en vida por su carácter transgresor y su afán por la libertad creativa, probablemente hubiera estado de acuerdo con estas versiones.

El concierto se abrió con la Sonata núm. 31 en la bemol mayor op. 110, la penúltima en la producción de Beethoven y una de las más personales en cuanto a lenguaje compositivo. Esta página pianística ofrece múltiples contrastes, y en ella las líneas melódicas a menudo están intrincadamente ligadas al desarrollo de motivos secundarios, por lo que es necesario saberlas definir bien. La versión de Barenboim se caracterizó por una ordenación adecuada de los planos sonoros y una concepción bastante libre de los tempi. Si el pasado lunes escuchábamos a Igor Levit interpretar esta misma sonata con la exactitud de un relojero suizo y el preciso dibujo sonoro de un delineante, en la versión de Barenboim hubo una mayor concesión a la emotividad y la expresividad.

El pianista comenzó acariciando el teclado, y pese a la idea primigenia del esfuerzo interpretativo que requiere Beethoven según él, su digitación parecía libre de toda carga técnica. Sin embargo, conforme se fueron haciendo más rotundos los matices y el canto de la melodía principal más presente, Barenboim fue haciendo evidente su fuerza interpretativa. Particularmente interesante fue la fuga del allegro ma non troppo final, en la que mimó los sujetos de imitación y los dejó fluir plácidamente hasta llevarlos a su máximo esplendor.

La segunda obra del programa fueron las Variaciones sobre un vals de Anton Diabelli en do mayor op. 120, bien conocidas por Barenboim desde su juventud. El músico ha grabado en tres ocasiones estas variaciones, habiendo hecho suyo este corpus de 33 piezas generadas a partir del pequeño vals clásico compuesto por su coetáneo. Barenboim prefiere hablar de "mutaciones", ya que según él cuando Beethoven elaboró esta obra en realidad fue procesando una y otra vez el material a partir no sólo del vals inicial, sino también de cada nueva variación, llegando a alejarse tanto del origen que en ocasiones cuesta trabajo identificarlo.

Otra imagen del pianista argentino en el Palacio de Carlos V. Otra imagen del pianista argentino en el Palacio de Carlos V.

Otra imagen del pianista argentino en el Palacio de Carlos V. / Miguel Ángel Molina / Efe

Acometer la interpretación de las Variaciones Diabelli supone, además de un esfuerzo físico considerable, un alarde de concentración. Si decíamos antes que la interpretación de la sonata op. 110 se había caracterizado por la libertad en los tempi, las Variaciones Diabelli hubieran rallado lo extravagante en lo que a este aspecto se refiere si no las hubiera tocado un titán del piano como Barenboim. Aquí es donde se muestra esa clarividencia del genio consagrado, que hace suya la música y, despojado ya de academicismos escolásticos, la interpreta a su voluntad. Y pese a todo, el resultado fue coherente y homogéneo en estilo. Aquellos números con indicaciones metronómicas más lentas los dilataba hasta el punto de casi romper la línea melódica, pero sin forzar tanto el discurso como para que se hiciera difícil seguirlo.

Por su parte, los números más ligeros, llenos de arpegios y arabescos, desprendían la frescura de un virtuosismo más liviano, propio del pianista que deja arrastrar sus dedos conocedor de que éstos saben bien hacer su trabajo. Los motivos melódicos, siempre presentes, engarzaban esta pieza de joyería musical, en la que cada nuevo número era una perla que embellecía más el conjunto final. En definitiva, casi una hora de mutaciones musicales que Daniel Barenboim regaló al público del Festival, el cual puesto unánimemente en pie le hizo salir a saludar hasta en cinco ocasiones, recibiendo de este modo una estruendosa ovación en reconocimiento a toda una carrera dedicada a consagrar la música de Beethoven.

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