Salud
  • Pocos de entre los miles de granadinos que recibieron los cuidados de una enfermera recordarán sus nombres, pero todos llevan en sus cuerpos y almas el día que ellas pasaron por sus vidas

¡Enfermeras!

Manoli, Alicia, Carmen y Mari Paz, enfermeras jubiladas del Hospital Materno Infantil de Granada Manoli, Alicia, Carmen y Mari Paz, enfermeras jubiladas del Hospital Materno Infantil de Granada

Manoli, Alicia, Carmen y Mari Paz, enfermeras jubiladas del Hospital Materno Infantil de Granada / G. H. (Granada)

Escrito por

Javier Castejón

“Estoy convencida de que los héroes más grandes son aquellos que cumplen con sus deberes diarios y sus asuntos domésticos mientras el mundo va girando como una peonza enloquecida”. Estas palabras tienen una autora bien conocida, pues salieron hace ya más de cien años de los labios de Florencia Nigthingale, conocida en su vida con apodos tales como 'El ángel de Crimea' (por sus labores del cuidado de heridos y enfermos durante la guerra de Crimea) o la 'Dama de la Lámpara' (por sus continuas rondas nocturnas a la luz de una lámpara para vigilar la salud de los pacientes).

En la historia de la Humanidad, esta mujer de temperamento imbatible, enfermera, escritora y estadística británica, es considerada precursora de la enfermería profesional y creadora del primer modelo conceptual de enfermería.

Hace escasos días tuve la ocasión de asistir a una jubilación colectiva de cuatro enfermeras del Servicio de Cirugía Pediátrica, ubicado en el Hospital Materno Infantil de nuestra ciudad. Las conocía muy bien porque yo, como médico, había compartido con ellas más de treinta años de actividad profesional dedicada al cuidado de pacientes pediátricos, la mayoría de estos intervenidos quirúrgicamente de una u otra patología.

Eran y son Manoli, Alicia, Carmen y Mari Paz, las cuatro enormemente apreciadas personal y profesionalmente no solo por los pacientes que tuvieron la suerte de hallarse bajo sus cuidados, sino por todo el equipo sanitario del centro. Y viéndolas allí, despedirse de décadas de actividad profesional, me asaltaba el recuerdo de los miles de horas que le habían dedicado al cuidado de aquellos pequeños pacientes que por una enfermedad u otra, habían sufrido una intervención quirúrgica.

Y me preguntaba si no sería de justicia quizá que la sociedad fuera conocedora del derroche de amor y trabajo del cual ellas habían sido protagonistas durante tantos años. ¿No convendría sacar del anonimato la belleza y la grandeza de las personas capaces de entregar toda su vida al cuidado de los demás - en este caso al cuidado de niños intervenidos quirúrgicamente - en esta sociedad donde solo las noticias terribles y escabrosas parecen tener cabida?

Me preguntaba yo, testigo de su jubilación y de los miles de horas diurnas y nocturnas de sus tiempos de enfermeras, si la sociedad no sería tal vez un poco más optimista y hermosa si se señalara con mayor frecuencia la bondad de personas.

Recuerdo aquellos amaneceres en que se despedían del turno de noche, con ojeras y palidez que denotaban el esfuerzo que habían realizado como la dama de la lámpara o como el ángel de Crimea. Habían cambiado sondas, tomado temperaturas y frecuencias cardíacas, arropado cuerpos que temblaban, aspirado secreciones para dejar pasar el aire de la vida, estabilizado miembros fracturados, administrado drogas curativas a veces, simplemente consoladoras del dolor otras; habían retirado líquidos orgánicos de todo tipo para restaurar la dignidad de los cuerpos, cambiado la postura de miembros dolidos y aliviado el dolor con fármacos y caricias. Algunas veces vieron la muerte llevarse en brazos a la inocencia en noches que ahogaban el silencio.

Y habían hecho todo eso durante horas, a la luz de la lámpara. Tal vez por eso se les notaba al amanecer tanta palidez y tanta ojera. En aquel momento su sonrisa se adivinaba más débil y suave, asomando tal vez por ella el último esfuerzo de la noche que ya se retiraba de los cuerpos infantiles, de las salas del hospital. Entonces soplaban para apagar la lámpara y, cargadas del cansancio que provocaba el peso del dolor compartido y observado, se iban con la última sonrisa de la noche, y a veces con la primera lágrima del día.

Sorprendentemente, en el turno siguiente aparecían con una sonrisa radiante y una expresión llena de fuerza, evidentemente dispuestas a afrontar una nueva jornada en la que luchar contra el dolor y la tristeza de los pequeños pacientes.

Se dice que cuando nos recuperamos de una enfermedad es posible que no nos acordemos del nombre de nuestra enfermera, pero sí de las palabras que nos dijo, la caricia que nos prodigó o la suavidad con que sus manos nos sondó, nos inyectó un medicamento, nos tapó con la sábana, o nos consoló en la hora nocturna del dolor y del miedo.

Cuanta verdad escondía la afirmación de Florence Nightingale en aquellas palabras que señalaban que “los héroes más grandes son aquellos que cumplen con sus deberes diarios y sus asuntos domésticos mientras el mundo va girando como una peonza enloquecida”.

Por eso quizá sea bueno señalar que Manoli, Carmen, Alicia y Mari Paz, durante varias décadas, han estado entregando trabajo eficaz y cuidados de enfermería a un sinfín de niños intervenidos quirúrgicamente en el Servicio de Cirugía Pediátrica de Granada. Pero debe añadirse a esta afirmación que su trabajo ha estado siempre impulsado por una ola de amor y sacrificio personal que engrandece sus vidas casi anónimas, y aporta optimismo a cualquier consideración sobre el género humano.

Pocos de entre los miles que recibieron sus cuidados recordarán sus nombres, pero todos llevan escritos en sus cuerpos y almas que un día un “ángel con estetoscopio” pasó por sus vidas.

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