De Galicia a Granada en 24 horas

Veranos en primera persona

Llegó por primera vez a Granada para la boda de un amigo. Pasó el mes de septiembre entre festivales, monumentos y ferias, supo que ya no quería marcharse de aquí.

Juan Pérez · Responsable De Salud Laboral De Ccoo

Granada, 21 de agosto 2008 - 00:00

EL verano de 1978 tenía planeado irme de viaje con unos amigos a Francia, pero en el último momento se echaron atrás y me quedé plantado. Un compañero de Priego de Córdoba se casaba en el mes de septiembre en Algarinejo y, como no conocía Granada, decidí cambiar mis planes y marchar al Sur.

Desde Cariño, el pueblo más al norte de España de donde soy oriundo, conduje con mi Diane 6 hasta Granada. Tardé más de 24 horas en llegar, pues en aquella época no había autovías.

En Lugo cogí a dos marineros que hacían auto–stop hasta Madrid. Hice noche en un hostal de Valdemoro, donde me asusté mucho porque cuando bajé a cenar vi que había guardias civiles por todas partes, había miles, y no sabía nada de que allí hubiera una academia. Eran años de transición democrática y yo ya estaba muy metido en reivindicaciones sociales en Ferrol, donde trabajaba en Correos. Tanto tricornio me dejó helado. Para colmo, cuando me levanté me metí en la ducha y me abrasé la muñeca izquierda con el agua caliente. Me eché pasta de dientes y con el brazo vendado volví a mi Diane 6.

Monté a otro autoestopista, esta vez un soldado, para charlar con alguien en un viaje tan largo. Pero el muchacho se echó a dormir y no dijo ni media palabra. Así que paré a uno más, era inglés y me dio más conversación.

Llegué a Granada a las nueve de la noche, con un plano muy cutre que ni siquiera había mirado antes. Dejé al inglés en la puerta de la antigua prisión. Perdido, cansado y con mi brazo quemado pregunté en una calle (luego supe que era la Puerta Elvira) por el barrio del Albaicín, donde vivían mis amigos.

Yo, acostumbrado a vivir en una ciudad moderna como era el Ferrol del 78, con una gran industria y muy cosmopolita, me metí de noche con mi Diane 6 por los callejones del Albaicín. Me pareció estar en otro mundo. Llegué a la plaza Aliatar y me encontré a un montón de gitanos pasando el calor en la calle. Planté mi Diane 6 en medio de la plaza. Un poco asustado me acerqué a una mujer y le pregunté por la calle San Luis.

“¡Niño!, lleva a este hombre a la calle San Luis”, gritó la gitana. Un crío de ocho años me guió por aquellas calles en lo que me pareció un laberinto. Acojonado, tratando de ver por dónde íbamos, me dejó ante una puerta. Llamé, pero me dijeron que allí no vivía a quien yo buscaba. Desolado porque no tenía otro contacto, en aquella época no existían los móviles y no todas las casas tenían teléfono, insistí con la dirección y la mujer cayó en la cuenta. Había otra calle con el mismo nombre, era la calle San Luis abajo. Allí encontré por fin a mis amigos.

Con ellos volví a la plaza en busca de mi coche y me lo encontré abierto. Con las prisas por llegar a la casa de mis amigos me lo había dejado con las ventanillas abiertas, pues tampoco había aire acondicionado. Eran otros tiempos y ni siquiera lo tocaron.

Fue el principio de un mes maravilloso. Me pasé todo el mes de septiembre visitando lugares de Granada y su provincia. Con una tortilla de patatas y una sandía enorme fuimos a pasar el día entero a la Alhambra, donde comimos con un calor terrible bajo unos árboles junto al Palacio de Carlos V. Me quedé impresionado no sólo con este monumento, también con el ambiente del Albaicín.

Mis amigos me llevaron a un festival de flamenco en el Paseo de los Tristes. Quedé prendado con la actuación de un cantaor que aquí era muy famoso, pero que no había oído en mi vida: Enrique Morente. Los cánticos de libertad de Morente, la Alhambra al fondo y un ambiente puro albaicinero... a raíz de aquello me empezó a gustar el flamenco.

Visitamos todos los palacios de la ciudad, incluso saltamos la tapia de una casa árabe abandonada que había junto al Palacio de Congresos y que tenía ovejas dentro. Aunque la Granada del 78 no se podía comparar con Ferrol, ya entonces me sorprendió su ambiente universitario. La cantidad de estudiantes que había en las calles me recordaba a Santiago de Compostela, pero con un movimiento cultural mayor. Exposiciones, festivales de música o ferias como la de Armilla, donde fue la primera vez que vi unas casetas. Hicimos incluso una ruta por la Alpujarra y vi cosechas de coles y patatas parecidas a las gallegas. Fue cuando supe que esta zona había sido repoblada por gallegos.

Fui a Lanjarón, Trevélez, Almuñécar, Salobreña y Algarinejo, a la boda de mi amigo. Allí quedé alucinado con la costumbre de regalar a los novios, porque en Galicia los regalos se dan antes de que se casen. Cuando estábamos comiendo en la celebración y vi que, de repente, todo el mundo se ponía en una cola ante de los novios con un sobre, me dije ¿esto qué es? “Es la costumbre en Andalucía”, me respondieron.

Tardé diez años en conseguir que me destinaran a Granada, porque es una ciudad muy solicitada, pero al final lo conseguí. Ya llevo 21 años viviendo aquí.

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