Granadinas, a cal y canto
El voto de tinieblas fue un castigo medieval que se produjo en España hasta el siglo XVII En la antigua ermita de San Antón permaneció emparedada en oración 27 años sor María Toledano
LA Princesa de Éboly tuvo un final que bien habría podido inspirar un terrorífico relato de Edgar Allan Poe. Acusada de traición, un celoso Felipe II ordenó que este legendario personaje femenino de parche en el ojo fuera emparedada en su residencia de Pastrana. Allí vivió durante once años, con la única compañía de su hija menor Ana. Sólo podría ver la luz del día durante una hora, desde una pequeña ventana, y disfrutar del paisaje alcarreño, pero con la perspectiva encriptada por una doble reja. El llamado voto de tinieblas o emparedamiento en vida era un castigo medieval que permaneció como tradición aplicable en España hasta el siglo XVII y no fue privativo de una zona concreta, dado que era una práctica muy extendida en toda Europa y que se daba en Madrid, en Barcelona, en Sevilla, en Valencia y en Granada, entre otras ciudades españolas, así como en Lisboa, en Rennes, en Lyon, en París, en Génova, en Florencia y en los muros de Roma; si bien, como atestigua Escolano, a partir del Sínodo del obispo Ayala, en 1693, se prohibió tal práctica, que desaparecería definitivamente 74 años mas tarde.
Hay que hacer un ejercicio de exageración claustrofóbica para imaginarse la escena, el encierro a cal y canto, nunca mejor dicho, de estas mujeres. Existieron dos tipos de emparedamiento. Uno de ellos era aquel que, con carácter de castigo, se impuso a determinadas mujeres por sus faltas y delitos cometidos, nada nuevo en la historia si recordamos el caso de las sacerdotisas vestales que en la Antigüedad eran encerradas al haber perdido su virginidad. El otro era voluntario y se daba en el caso de las mujeres que, con autorización de sus familiares y superiores, decidían adoptar este tipo de vida penitente. Estas penitentes sufridoras emparedadas, se retiraban en limitados recintos, a veces en la parte exterior de las Iglesias Parroquiales, dedicadas a la oración y vida contemplativa, manteniéndose con una parca comida que se les suministraba a través de una rejilla. Eran las mujeres beguinas o místicas. Las que elegían por opción propia esta cautiva vida contemplativa se encontraban metidas en un espacio mínimo, con tan sólo un pequeño hueco para poder seguir los oficios religiosos y que se usaba para dejarles los escasos y casi insanos alimentos que les proporcionaban las propias familias o los fieles. El pueblo, ávido de distracciones, veía a estas mujeres que no siempre eran monjas, como las más devotas, piadosas y ejemplares personas que voluntariamente decidían olvidarse de cualquier placer terreno para dedicarse a rezar por los demás a costa de un padecimiento sin igual que ofrecían por la salvación de la parroquia, de la comunidad religiosa o de la sociedad en general. El hueco, una especie de zulo, era insalubre, peor que una celda y dado a condiciones de humedad idóneas para la reuma, que acababa por enfermar a la sacrificada mística masoquista que se había decidido a realizar ese voto. Los presos del momento vivían en muchas mejores condiciones que estas mujeres, reclusas adeptas a esta práctica de un irracional integrismo religioso. Pero no solo razones de creencias impulsaron esta práctica, ya que en otras ocasiones hubo mujeres que decidieron llevar tan penosa existencia con tal de alejarse de unas tiránicas familias que tal vez querían casarlas con algún anciano caballero, aunque adinerado. Otra razón o causa que justificaba este encierro era la condena y castigo a las adúlteras y la pena aplicada por algunas comunidades de monjas, especialmente aplicada a aquellas que rompían el voto de castidad. Así, el uso del término emparedamiento implicaba una reclusión punitiva entre cuatro paredes, como un calabozo o enterramiento en vida; mientras que el término emparedarse hay que entenderlo como reclusión en una celda de penitencia y mortificación de la que tantos ejemplos hay a lo largo de la historia.
El historiador e investigador granadino Bruno Alcaraz recogió, en un excelente artículo publicado en la revista El Correo de la Unesco, los nombres y casos de algunas mujeres granadinas encerradas a cal y canto. En Granada hay constancia de que hubo emparedadas en las parroquias de San Gil y de Santa María Magdalena, llamada de 'los asturianos', ambas hoy demolidas, así como en las iglesias parroquiales del Perpetuo Socorro (sor Ana Bueso), de San Antón (sor Carmen Gaitán), del Salvador (sor Clara Montalbán), situada en el Albaicín, así como en la antigua ermita de San Antón, demolida hoy, situada en la avenida de Cervantes, donde estuvo sor María Toledano, que permaneció emparedada en oración 27 años, como atestiguan las doblas y aniversarios fundados en cada parroquia para mantener a las emparedadas de Granada; en Guadix fue célebre sor Beatriz, que se recluyó en una cueva 32 años y tenía fama de santa y milagrera.
En los Anales de Granada, que fueron escritos por D. Francisco Henriquez de Jonquera, se narra un suceso de empaderamiento ocurrido en septiembre de 1615, y dice: "Hicieron justicia en esta çibdad de Granada de un hombre llamado Gaspar Dávila, torcedor de seda, por haber rompido la cerca de la huerta del monasterio de monjas de Santa Ysabel la Real para sacar a una monja del dicho monasterio o tener que ver con ella, por lo qual fue ahorcado en la plaça llamada Nueba por sentencia de los señores alcaldes de corte de esta Real Chancilleria; y la dicha monja, que por ser de calidad no la nombro, fue mandada emparedar viva en el dicho monasterio, amén otros rigurosos castigos que le mandó dar su religión".
En el Archivo de la Curia de Granada, según recoge Bruno Alcaraz, hay un documento sin portada y con el epígrafe 'Usos y costumbres viejas', fechado en 1715, y del que se desconoce a qué parroquia, iglesia o monasterio perteneció, que recoge en el folio IV-aB: "Tened en cuenta que es costumbre vieja en las comunidades de monjas emparedar y dejar morir de hambre y asfixia a la profesa que viola o rompe las reglas, especialmente el voto de castidad. ¿Has olvidado el cementerio infantil que hay un poco más allá?".
También queda recogida en los Anales de Granada otra arte de matar, llamada encubamiento, que se le practicaba a los habitantes de la ciudad: "En noviembre de 1611, cuando se demostró que una muxer havía envenenado a su marido con arsénico para casar con otro hombre, se la encubó con un gato y un perro y se la echó al río para cumplir con la ley; después, la sacaron, se le dio garrote vil junto a la fuente del río Genil, en el lugar que llaman del Humilladero, y la sepultaron en el cementerio de la iglesia parroquial de Nuestra Señora de las Angustias".
El escritor Enrique Villar Yebra, en la obra Granada insólita, relata el final del macabro episodio de una monja emparedada: "Y un día, hallándome en el palacio de Daralhorra, que fue parte del convento de Santa Isabel la Real, subí una escalera hacia el lado de una torrecilla que se eleva sobre el testero del Norte y me pareció encontrar allí el escenario de mi sueño; tan idéntico era el sitio, excepto que no había aquel soñado rincón oscuro, sino una pared. La toqué y sonó a hueco. Aquello me excitó. Y como estaban restaurando algo, por lo que andaba por allí José Torres, el maestro de obras de la Alhambra, lo llamé, le hice comprobar el sonido a hueco del muro, y le pedí que me picara en él con una herramienta. No quería y tuve que rogarle mucho para que lo hiciera; temía llevarse una bronca del arquitecto Francisco Prieto Moreno. Pero al final lo hizo y se vio que sólo era un tabique que cerraba un reducido cubículo. Y dentro estaban los restos de aquella desdichada monja que había condenado a morir emparedada en el siglo XVII. Sólo un montón de huesos desperdigados por el suelo…"
Según escribe una vez más Alcaraz, "quizá el abuso fue la causa de que en el Sínodo del arzobispo Ayala de 1693 se prohibiera en adelante estos emparedamientos; sin embargo, las comunidades admitidas hasta entonces siguieron vigentes y sujetas a visitadores nombrados por el ordinario, disponiendo que en adelante no se celebrasen misas en sus celdas y encierros, ni aún in artículo mortis". En la actualidad solo queda huella de estas prácticas en el paisaje urbano de tales emparedamientos que los viejos muros de las antiguas parroquias, testigos de un tipo de penitentes que con el tiempo evolucionó hacia beaterios y reclusiones en comunidad de doncellas y viudas.
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