Granadinos diferentes y motivos de burlas
Los niños del barrio éramos crueles con los diferentes
Hoy pido perdón a Antoñita la Verdulera, a Andrea la del Generalife y a aquél otro que se contoneaba del brazo de su anciana madre
Quiénes somos para juzgar? (Papa Francisco). El tiempo y la educación abre las mentes; evolucionan las ideas y acaba uno comprendiendo a los que piensan, sienten, aman y hablan idiomas diferentes aunque uno no los entienda; pero no me quisiera morir sin pedir perdón por las muchas faltas de respeto que de niños "educados" en aquellos años 50 ¡ojo al dato! cometíamos con nuestro vecinos por el hecho de ser sarasas, mariquitas, parguelas, de la cáscara amarga, de la acera de enfrente, afeminados y no sé cuantas cosas más. No había entonces manifestaciones públicas ni banderolas de colores que hicieran visible estas diferencias. Sólo veíamos ese raro comportamiento que resultaba extraño; algunos movimientos de mujer en el cuerpo de un hombre; algunas manos que giraban al viento haciendo tirabuzones en el aire para acabar posando el dedo índice en la mejilla tras un suave giro del rostro; eran movimientos de plumas al viento tan naturales como las que adornan la cola del pavo real. Pero eran reales, no fingidos; eran los comportamientos que les pedían sus almas y expresaban sus cuerpos que tiraban para hembra. Pero no había piedad; la crueldad propia de nuestras edades preadolescentes estaba a flor de piel. Yo por mi profesión de educador las conozco muy bien. Deseando verlos (verlas) pasar calle abajo para empezar el cachondeo; risitas, piropos, insultos descarados, a los que respondían con miradas de desprecio o agachando la cabeza aguantando el tirón porque si respondían era peor todavía.
A Antoñita la Verdulera (nombre alterado) la vimos sufrir ante nuestros descarados insultos; vecino del barrio y de familia conocida; nos maldecía recordando con malas palabras a nuestros muertos y repitiendo una y otra vez, y a veces con las lágrimas saltadas y gruesas venas en su garganta, que nuestras madres eran unas putas. Te pido perdón Antoñita donde quiera que estés porque aunque de esto hace ya más de 60 años, nunca es tarde.
Andrea tenía la gracia a espuertas, pero como se ganaba la vida vendiendo tabaco y chucherías en la puerta del Generalife dando la cara al público, no tuvo más remedio que aliarse con los clientes y dar a conocer su condición antes que intentar la clandestinidad. Siempre se mostró gracioso pero respetuoso. Todavía recuerdo el piropo que me brindó cuando yo aún no había cumplido los doce y me acerqué a comprarle dos gordas de pipas. ¿Qué quieres, príncipe de Gales? No tenía ni idea de lo que me decía, de no ser porque venían conmigo compañeros de 3º que me lo aclararon entre sonrisas.
En uno de los acertados artículos de Antonio Cambril titulado Orgullo gay le leí una frase que hoy le copio con descaro: "algunos eran tan pobres que no tenían ni siquiera armario en el que refugiarse". Este era tal vez el caso del protagonista de ese otro recuerdo que les cuento. Porque, a juzgar por su sencilla vestimenta, no se le veían muchos posibles. Pasaba casi a diario por mi placeta camino del mercado de San Agustín; alto, moreno y muy flaco; a veces solo pero casi siempre del brazo de su anciana madre; sus andares eran raros, muy raros, se cimbreaba al caminar con el arte de una damisela; y soportaba apenas con tres dedos las asas del cesto de la compra estirando con donaire anular y meñique; él (ella) la cabeza alta, con orgullo, mirando con desaire desde la acera de enfrente y tragándose amargamente los improperios que le llovían desde la otra acera; la madre, sin embargo, agachaba la cabeza intentando cruzar la calle lo antes posible. Te pido perdón, como quiera que te llames. Tal vez llegue tarde; pero dile a tu madre, que seguro te acompaña en el cielo, me deje besar sus blancos cabellos intentando aliviar en algo aquellas heridas abiertas por mi infantil pero cruel falta de respeto.
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