Guerra, Europa y cambio climático
Ciencia abierta
No solo por el riesgo nuclear, la guerra en Ucrania tiene un enorme coste medioambiental
Si hacemos un somero repaso de nuestra historia reciente o de la más lejana en el tiempo, un invariante parece estar siempre presente en los grandes cambios sufridos por la humanidad, y no es otro que las guerras, de modo que no podríamos entender lo que somos hoy día sin ellas. Junto con las religiones, las guerras parecen impresas en el ADN del ser humano desde sus ancestros. Las personas de nuestra generación (en mi caso a escasos años de la jubilación) podíamos presumir hasta ahora de no haber vivido una guerra como la de nuestros padres y parecíamos inmunes a ello, quizás confiados en el paraguas protector de la Unión Europea, Estados Unidos y las lecciones aprendidas desde el final de la II Guerra Mundial. Las guerras eran cosa de otros, Corea, Vietnam, Irak, Siria, Sudán… con la excepción de los conflictos balcánicos, pero resulta que en plena batalla contra el Covid nuestra vecina Rusia emprende una particular cruzada para intentar recuperar el viejo esplendor soviético y empezó a temblarnos el cuerpo. Tras la crisis económica de este siglo XXI que con tanta virulencia nos afectó, agravada por la burbuja inmobiliaria en el caso de nuestro país, vino el Covid, la inflación y encadenada la guerra de Ucrania, la tormenta perfecta, pero ¿y el clima? El clima parecía poder esperar, y también con él la Agenda 2030, había cosas más graves, pero este verano el clima vino a decir basta al continuo ninguneo de gobiernos, tejido económico y gran parte de la ciudadanía. ¿Estaremos llegando a ese punto sin retorno al que los científicos llevan aludiendo desde hace años?
Una guerra representa la mayor tragedia que puede vivir nuestro mundo, tanto a nivel humano como económico, social y ambiental, y sus heridas tardan muchos años en cicatrizar, si es que consiguen hacerlo. La guerra de Ucrania ha trastocado todos nuestros planes y, por desgracia, también los de una transición energética hacia fuentes menos contaminantes. Ha puesto de manifiesto, por un lado, la cara oculta de la globalización y, por otro, la vulnerabilidad de algunos países como el nuestro para poder garantizar un suministro energético estable y a un precio razonable que, junto al agua, constituye un factor limitante de cualquier economía.
Poco aprendimos de la crisis energética de los años 70 del pasado siglo cuando el precio del petróleo se multiplicó por cuatro y permitió ocupar a los países productores un espacio político relevante en el escenario internacional. Tras 50 años, con la excepción de una discreta irrupción de las energías renovables y la permanencia de la energía nuclear, seguimos dependiendo de combustibles fósiles en forma de gas, petróleo o carbón. La interrupción total o parcial de estos suministros por parte de Rusia como respuesta a las sanciones occidentales y su apoyo a Ucrania en el conflicto, ha alterado profundamente la política energética europea, provocando, entre otros efectos, la importación de gas natural licuado a través de barcos metaneros, con el consiguiente incremento de la huella de carbono; que se haya considerado a aquel como combustible renovable junto con la energía nuclear, la cual se va a potenciar a través de la construcción de nuevas instalaciones con dimensiones más reducidas; o la reapertura de las centrales térmicas de carbón que progresivamente habían sido clausuradas a través del mecanismo de gravarlas con elevadas tasas debido a su gran poder contaminante. Por otro lado, y en un sentido más positivo para el clima, se plantean planes de ahorro energético que guardan cierta similitud con los puestos en marcha en los años 70.
Todos estos hechos constituyen un cóctel explosivo cuyo desenlace nos llena de incertidumbre. Pero más allá de los problemas energéticos está el propio impacto de la guerra sobre la salud del planeta, algunos ejemplos. El desplazamiento de tropas acompañadas de blindados, camiones, trenes, aviones, barcos… supone un incremento de la huella de carbono que no habría tenido lugar sin producirse el conflicto. Todo el material bélico utilizado y destruido (misiles, bombas convencionales, drones, tanques, aviones…) supone una pérdida de materias primas y recursos prácticamente sin retorno, a lo que habría que añadir el desprendimiento de energía que acompaña a las acciones bélicas y la propia reposición de dicho material para prolongar el conflicto. La destrucción de infraestructuras, industrias y edificios conllevará cuando finalice la guerra un consumo ingente de nuevas materias primas y energía para su reconstrucción, con unos recursos económicos aportados por la comunidad internacional que se podrían haber destinado a combatir el cambio climático.
El suelo, la flora y la fauna sufren de manera especial por afectación directa o indirecta a través de la contaminación atmosférica y acústica, tal es el caso del entorno de Chernóbil que, gracias a encontrarse deshabitado, había casi recuperado su esplendor original. La agricultura (cereales, aceite de girasol…), de la cual Ucrania era una potencia que alimentaba a una significativa parte de la población mundial, se ha visto seriamente afectada con el consiguiente efecto sobre los países con menores recursos y los sectores más débiles de sus habitantes. Y no podemos olvidarnos del riesgo nuclear por los ataques a la mencionada central de Chernóbil y, más recientemente, a la mayor de Europa, esto es, la central de Zaporiyia. Como ya ocurrió en el accidente nuclear de la primera en el año 1986, es necesario recordar que la contaminación por radiactividad no conoce fronteras y se difunde a través de la atmósfera o de las aguas superficiales y subterráneas.
Todos estos ingredientes nos deben llevar a reflexionar sobre la inutilidad de las guerras, y de toda violencia en general, por las trágicas consecuencias sobre las personas, pero también sobre nuestro maltratado planeta del que todos formamos parte indisoluble.
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