Mil sensaciones en Güéjar Sierra
Veranos en primera persona
Vivió días de intensos colores, sabores y olores en el cortijo de sus padres durante el verano de 1975. En su memoria brilla en especial el recuerdo de su madre, su sensibilidad y hospitalidad.
COLORES intensos y aromas inolvidables. En mi memoria perduran las gratas sensaciones que viví el verano de 1975 durante mi estancia, junto a mi madre y mis hermanas María José y Mónica, en el pequeño cortijo que mis padres poseían en Güéjar Sierra, junto al Seminario del Duque. Tenía 8 años. El frescor de las sábanas recién tendidas o el olor al pan tostado que mi madre, Mari Pepa, nos preparaba cada mañana son recuerdos que, pese a que han pasado ya más de 30 años, siguen presentes en mis sentidos.
A mi madre le gusta mucho la vida del campo y ese verano estaba muy ilusionada porque iba a rehabilitar el cortijo. Recuerdo que era una casa de planta mata, con tres dormitorios, una cocina con una hornilla de esas antiguas y una terraza en la parte superior que era una especie de secadero. Había también una piscina que estaba en obras, pues en un principio había sido una alberca.
El cortijo tenía un pequeño huerto, así como una vieja era donde antaño segaban trigo, que mi madre convirtió en un perfecto lugar de encuentro de amigos y familiares al aire libre. Allí hacía unas paellas enormes, con un diámetro de casi mi tamaño.
Aquellas reuniones no sólo se celebraban en nuestra finca. Solíamos ir también a un cortijo próximo, propiedad de una familia muy apreciada por nosotros, la familia Puente. Allí guisaban un arroz con gallina recién matada con un sabor que no he vuelto a probar.
Pero, insisto, lo más especial de aquel verano fue mi madre. Ella es una cuidadora nata y siempre le ha gustado atender muy bien a la gente que tiene que cuidar. A nosotras, por ejemplo, desde muy pequeñas nos ha llevado el zumo a la cama. Recuerdo su aroma de recién duchada cuando se acercaba a despertarnos, un olor muy cálido, muy dulce y muy fresco. Su aroma se mezclaba con el olor del pan, de la leche y del sofrito de sus guisos.
Aquel verano lucíamos el pelo corto, aunque no fue el calor el motivo. Fue una travesura. Siempre llevábamos la melena muy larga, pero cogimos las tijeras y nos cortamos el pelo entre nosotras... ¡Hicimos una barbaridad! Y ante nuestro estilismo particular, mi madre se vio obligada a dejarnos lo más decentes posibles.
La figura de Antonio, la persona que se encargó de hacer las obras en el cortijo, también tiene un sitio especial en mis recuerdos. Era un señor muy entrañable, tranquilo y parco en palabras. Nos enseñó muchas cosas, entre ellas cómo había que ordeñar a las cabrillas o recoger las castañas.
En la finca había una cañada, donde ocurrió uno de los episodios más impactantes de aquel verano. Una mañana, decidimos jugar en unos columpios que nos habían hecho con cuerdas y que se hallaban al otro lado de la vía del ganado. Justo cuando mi hermana pequeña se dispuso a cruzar el camino, irrumpieron los animales. ¡Era una manada de toros bravos! Nos quedamos las tres paralizadas. A partir de entonces tuvimos mucho más cuidado.
Fueron días marcados por mi madre y el medio, el medio y mi madre. La verdad es que todos los recuerdos que me vienen a la mente tienen relación de una u otra forma con ella y la naturaleza. El color de su mirada combinaba con el verde de alrededor, un verde extraordinario que contrastaba con el marrón intenso de los castaños.
En esa explosión de sensaciones de aquel verano, jugaron un papel importante las excursiones que hacíamos, así como las actividades que organizaba el Seminario, del que con especial cariño recuerdo a don Miguel Peinado. Los deberes, buscar moras y la rayuela también se llevaron muchas horas de aquellos gratificantes días.
Pasé los meses estivales de mi infancia entre aquel cortijo y la playa de Velilla, en Almuñécar. Al mar solía ir en agosto y allí también me divertía mucho, aunque yo soy más de montaña y aquellas estancias amenas, dinámicas e instructivas en Güéjar Sierra me dejaron una huella especial, pues descubrí el campo en toda su esencia.
Agradezco a la vida haberme brindado aquellos días, porque fue una época de inocencia, de despreocupación, de interés por conocer, en la que me sentí protegida y acogida en todo momento y en la que me impregné de la sensibilidad y hospitalidad de mi madre, que nos ha enseñado a saber vivir con lo que uno tiene en cada momento, ya sea mucho o poco.
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