Jugaba en mi casa de pequeña, con mis hermanos Eva y David. Era, ya entonces, la alegría, una energía contagiosa y una gracia traviesa y natural. De mujer, una fuerza invencible en un cuerpo delgado y grácil. Su capacidad de trabajo, desbordante, admirable, es casi un lugar común en el pueblo, un comentario habitual tras cruzarse uno con ella o verla cargar en la furgoneta los productos que elaboraba para irse a repartir. Mónica era panadera y repostera por herencia y por gusto de lo bien hecho.

Pocos oficios hay más hermosos que el tuyo, Mónica. Yo me arrodillo ante un pan como el que hacías. Tenías para la repostería de aquellos pagos las mismas manos benditas que tiene tu madre, Piedad. Las veces que iba al pueblo procuraba pasar por el Molino y traerme una hogaza de tu pan candeal o un paquete de tus roscos de vino. Hoy no puedo dejar de pensar en los ojos de tu octogenaria madre, los ojos azules más claros y más jóvenes que conozco. Vinisteis las dos a Granada a llorar la muerte de mi hermano. Hoy lloramos la tuya, con rabia y con horror, junto a tus dos hijos.

No conocí a quien te mató. Nunca vi su mano mezquina. Es la única cosa que agradezco al sino miserable.

Nadie merece una muerte como la tuya, Mónica, pero tú, tú menos que nadie. Te queremos. Te querremos.