Granada

San Jerónimo y sus siete arcángeles

  • Pese a que en la actualidad solamente se conoce la tríada de Miguel, Rafael y Gabriel, el resto de arcángeles responden a una curiosa historia que se remonta a 1516

La importancia de la ciudad de Granada durante el siglo XVI queda patente en la gran variedad y calidad de sus edificios, tanto civiles como religiosos, que se reparten por su topografía. Entre los edificios religiosos hay algunos que, por su cronología, son además piezas fundamentales del arte nacional, pues se configuran como ejemplos de la introducción del Renacimiento italiano en la Península ibérica. Tal es el caso de la Catedral, el palacio de Carlos V o el templo del monasterio de San Jerónimo que hoy nos ocupa.

La iglesia del monasterio es una de las más grandes de Granada y, aunque su planteamiento inicial es gótico, su cabecera se abre al renacimiento a través de dos grandes artífices: Jacobo Florentino y Diego de Siloé, que crean uno de los interiores más interesantes de todo el arte granadino, culminando sus bóvedas con un programa iconográfico de personajes heroicos y virtuosos, tanto hombres como mujeres, que hacen referencia a la alta dignidad de los patronos del templo que a los pies del altar descansan: el Gran Capitán y su mujer, la Duquesa de Sesa; siendo ella, precisamente, la que encargó y lideró las obras de la que había de ser capilla funeraria de su marido.

El templo se completó, desde el punto de vista decorativo, con vidrieras -alguna repetición de las catedralicias-, el magnífico retablo mayor y una monumental reja, hoy desaparecida, junto con las tuberías de los dos grandes órganos, apoyados sobre tribunas que vuelcan sobre la nave. Pero la primera impresión que tiene uno al entrar, es ver cómo desde las paredes y techos, una legión de ángeles músicos nos observan, al tiempo que percibimos que el templo está ilustrado con multitud de escenas, desde el suelo hasta la clave de las techumbres.

Hoy no vamos a hablar de la gran cantidad de escenas religiosas representadas, pero sí nos detendremos en las figuras de tamaño algo mayor que el natural, que aparecen pintadas en los ocho pilares góticos de la nave del templo, pues se trata de una iconografía que en su momento fue relativamente frecuente, pero que el devenir del tiempo y las correcciones doctrinales de la Iglesia, dejaron, prácticamente, fuera de lugar. Se trata del ciclo de los Siete Arcángeles, al que se le añade el Ángel de la guarda. Este magnífico e intrigante ciclo es obra de Juan de Medina, autor de la práctica totalidad de los frescos de San Jerónimo, que dejó su firma en una cartela bajo un angelito trompetero del crucero.

Las pinturas, realizadas con gran colorido e iluminadas con toques de oro, se encuentran en un relativo buen estado de conservación. Se disponen en la parte baja de los pilares, por encima de las molduras góticas de la basa y sobre una amplia franja, reservada a unas cartelas con texto alusivo a cada uno de los arcángeles, aunque no su nombre, que fue borrado en un momento determinado y sustituido por unos versos.

Así, desde los pies de la iglesia y en dirección hacia el altar, tendríamos parejas de arcángeles que serían Barachiel, a la izquierda, el Ángel de la Guarda, a la derecha; más adelante Sealtiel frente a Jehudiel; Rafael frente a Uriel y Miguel frente a Gabriel. En total ocho representaciones angélicas de las que siete son arcángeles, mientras que el octavo es el afamado Ángel de la Guarda que nos protege individualmente. Pero, claro, el problema nos viene dado cuando reparamos que nosotros en la actualidad solamente hablamos y conocemos a la tríada de Miguel, Rafael y Gabriel; a los que estamos habituados y bajo cuyo patrocinio se celebran multitud de fiestas y romerías. Entonces ¿De donde vienen los otros?

Pues bien, nos cuenta el historiador Emile Mâle que la devoción de los Arcángeles es una curiosa historia que se inicia en 1516 con la aparición, bajo el enlucido de una iglesia de Palermo consagrada a San Ángel, mártir de la Orden de los Carmelitas, de unos frescos que representaban a siete arcángeles con sus atributos e inscripciones con sus nombres, de los que solamente eran conocidos los de los tres canónicos más el de Uriel, de amplia tradición medieval. Así, Rafael tenía una píxide y daba la mano al joven Tobías que llevaba un pez, mientras el letrero decía "medicus"; Miguel, pisoteaba al demonio, llevaba una palma y un estandarte con una cruz roja y la inscripción "victoriosus"; Gabriel, portaba una linterna y un espejo de jaspe sembrado de manchas rojas y el título de "nuncios"; Barachiel, llevaba rosas en el manto y el nombre de "adjutor"; Sealtiel, con las manos juntas sobre el pecho en actitud de orar y el título de "orator"; Jehudiel, con una corona de oro y un látigo con tres cuerdas negras y el título de "remunerador"; por último Uriel, con una espada desnuda y una llama a sus pies, y el título de "fortis socius".

Este hallazgo se interpretó como una revelación y, en 1523, Carlos V erigió una iglesia en honor de los siete Arcángeles. El culto de los Santos Ángeles se siguió difundiendo y en 1527 llegó a Roma, donde en 1541 se remodelaban parte de las Termas de Diocleciano por Miguel Ángel, para abrir un templo dedicado a Santa María de los Santos Ángeles. Este ejemplo tan principal, tuvo un rápido eco y se hizo una representación similar en la iglesia de Nuestra Señora de la Piedad, la del Gesú y se extendió rápidamente, adoptándolo la corona española como un símbolo.

Pero el esplendor de este culto no duró demasiado. Tras el importante Concilio de Trento y, en especial, de su famosa sesión XXV, en la que se hace hincapié en que no se debe representar nada que haya sido condenado con anterioridad en algún Concilio y especialmente aquellos, como el de Nicea, en el que trató el tema de la representación visual de las devociones o el Concilio IV de Letrán del 475, en el que se condenaron expresamente los nombres de los Arcángeles no citados con exactitud en los libros canónicos que componen las Sagradas Escrituras, entendiendo que el resto son invenciones de Adalberto "hereje", contra quien fueron buena parte de las disposiciones acordadas durante el concilio. De este modo, se comenzaron a borrar los nombres de las pinturas ya realizadas y se paralizó su nueva creación, salvo en España, donde la adopción de esta devoción por la Corona, a través de Carlos V, hizo que se mantuviera; como ocurre en las Descalzas Reales de Madrid o en el Monasterio de San Jerónimo. Tal es así, que la Iglesia lo permitió, controlando solamente el que no se le añadieran carteles que los identificaran, tal como debió pasar en San Jerónimo, que se ve que fueron borrados y sustituidos por los simpáticos versillos que hoy están a sus pies.

Como vemos, la historia y el arte de esta ciudad no es solamente patrimonio local, sino que se integra en los más mínimos detalles de las corrientes internacionales, reflejándose en multitud de gestos de la cultura material que nos ha llegado y que debemos reportar a las siguientes generaciones.

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