Historias de Granada
  • Granada es una de las ciudades más ricas en bellas fantasías que permanecen vivas a pesar del paso de los años

  • Granada y Zafra comparten la leyenda del conde que al morir su féretro fue llevado por las aguas de la lluvia

Del balcón tapiado a los ladrones de azulejos de la Alhambra

Casa Castril con el balcón tapado. Casa Castril con el balcón tapado.

Casa Castril con el balcón tapado. / A. Luis Gálvez

Escrito por

Andrés Cárdenas

NO sé a ustedes, pero a mí me pirra una buena leyenda. Cuando voy de viaje y escucho a un guía que está explicando cualquier detalle sobre un sucedido más producto de la ficción que de la realidad, me quedo embobado y siempre hambriento por saber más. Granada, sin duda, es una ciudad capaz de generar una gran cantidad de bellas fantasías que siguen vivas, a pesar del paso de los años y de los siglos. Washington Irving ya dio cuenta de algunas en su famoso libro Cuentos de la Alhambra. Aquí hay edificios, rincones, callejuelas, torres y placetas en las que se ubican una gran cantidad de leyendas: la de la calle del Beso, la de la torre de la Cautiva, la de la placeta del Comino... Alguien dijo que “Granada vive en un paisaje de decoración, entre un latir de fuentes incontenibles a la sombra de una leyenda hecha palacio, suspiro y belleza”. Los cronistas granadinos, desde Francisco Valladar a Juan Bustos, han recogido muchas de ellas en sus escritos.

Yo tengo tres que son mis preferidas. La primera de ellas está ubicada en la Casa de Castril, en la Carrera del Darro. Como las buenas leyendas tiene un pie en la historia y otro en la fantasía. Digo que es mi preferida porque es la que más he explicado a las personas que conmigo han paseado por allí. Cuando voy con alguien y llegamos a la altura de la Casa de Castril, en donde está el Museo Arqueológico, le digo a mi acompañante que mire hacia en lo alto de la esquina donde verá un misterioso balcón tapiado en la segunda planta del edificio y sobre cuyo dintel hay grabada una frase que, al menos, deja en el observador una pizca de curiosidad: Esperándola del cielo. Yo sé la versión más creíble, que pasa por la enorme religiosidad del que mandó construir la casa, Hernando de Zafra, que en realidad con ese lema lo que esperaba del cielo era la vida eterna. Sin embargo, yo cuento la leyenda, que es mucho más bonita y que incluye al fantasma de una joven vestida de la Edad Media que aún vaga llorando por las estancias de este caserón construido en el siglo XVI. Allí vivió, como digo, Hernando de Zafra, secretario de los Reyes Católicos que, al quedarse viudo, decidió ocupar la estancia junto con su hija Elvira, una hermosa joven de 18 años. Hay varias versiones sobre los amoríos de la joven, pero la más plausible la pone en brazos de un tal Alfonso de Quintanilla, que pertenecía a una familia rival del padre. Otro drama parecido al de Romeo y Julieta, pero este ubicado junto al río Darro. Aprovechando que don Hernando se había ido a una recepción oficial, los amantes se citaron en la alcoba de la joven. Mire usted por donde don Hernando se sintió mal y regresó antes de lo previsto a su casa. Oyó ruido en la habitación de su hija y fue a ver qué pasaba. En ese momento, un criado de Alfonso de Quintanilla llamado Luisillo, entró pocos minutos antes que don Hernando con la intención de avisar a los jóvenes amantes. El joven Alfonso escapó como pudo por la ventana con los pantalones medio subidos y al que don Hernando pilló en la habitación de su hija, medio desnuda, todo hay que decirlo, fue al tal Luisillo. Don Hernando, ofendido y deshonrado, creyó que el paje era el amante de su hija e inmediatamente lo mandó ejecutar, a pesar de las súplicas del “yo no he sido” que le lanzaba el supuesto amante de su hija, la cual no movió ni los labios para explicarle a su padre que aquel pobre paje nada tenía que ver con sus desmanes amorosos. La joven tenía miedo de que su padre la emprendiera contra su verdadero galán y consintió que el padre se equivocara de enamorado. De nada le sirvió a éste implorar piedad y justicia divina por el tremendo error que se estaba cometiendo con él. “Colgado quedarás, esperándola del cielo”, le respondió don Hernando. Esa misma frase fue la que hizo esculpir sobre el mismo balcón del que colgaba Luisillo, para advertir a todo el que se atreviera a cortejar a su hija lo que podía esperar si se atrevía a deshonrarla. Al mismo tiempo, hizo tapiar el balcón por el que él creía que había entrado la deshonra a su casa y confinó a su hija Elvira en esa misma habitación, para que no pudiese volver a ver la luz del día. Ante tanta desgracia, la desdichada Elvira, llena de remordimientos y sin amante que consolarla, no soportó la soledad de su encierro y se quitó la vida con un veneno en sus aposentos. En fin.

Leyenda compartida

No es la única leyenda que en habita en el famosa Casa de Castril. Otra pone como protagonista a un descendiente de Hernando de Zafra, otro conde Zafra que habitó la mansión años después. Resulta que el descendiente de don Hernando se llamaba don César y era muy aprensivo y supersticioso. Hay versiones que lo ponen como enamorado de una bella gitana o mora de extramuros que vivía en el Albaicín y que sus padres se oponían a dicha relación. Aunque parece ser que esa es una aportación sentimental a la historia, que no tuvo que ver con un tema de amor, sino más bien de odio. También la misma versión sitúa la escena en el pueblo extremeño de Zafra, aunque, a día de hoy, se da por buena tanto en Granada como en la citada localidad pacense. Y es que una de las virtudes de las leyendas, cuando son buenas, es que pueden ser compartidas.

Dibujo de Mingote sobre la muerte del conde de Zafra Dibujo de Mingote sobre la muerte del conde de Zafra

Dibujo de Mingote sobre la muerte del conde de Zafra / G. H.

El caso es que el conde desvió una acequia que pasaba por sus tierras debido a un conflicto de lindes que mantenía con unos vecinos. Con esa medida dejó sin agua a algunos habitantes que vivían en la parte de abajo del río Darro. Puso cercas en sus tierras para que nadie entrara. Ocurrió que una noche entró en la finca prohibida una gitana que fue a llenar un cántaro de agua en una fuente, ya que sus churumbeles tenían sed. Cuando lo hubo hecho y regresaba procelosa a su casa, dio un traspiés y se le cayó el cántaro. El ruido alertó a los centinelas que, diligentes, fueron a apresarla y llevarla ante la presencia del odioso conde. Éste, como castigo, dijo que le dieran tantos palos a la gitana como pedazos se había hecho el cántaro que se había roto. El cántaro se rompió en siete pedazos, que fueron los palos que le dieron. Cuando hubo recibido el castigo y antes de salir de la estancia, levantó la mano y mirando al cielo, imprecó:

"Siete palos me dieron, conde de Zafra, y maldigo y emplazo tu vida en siete días. El próximo martes morirás, las aguas van a sobrarte y tus despojos navegarán sobre ellas”. Los defensores de la versión que ponían a la bella gitana como amante del conde, dicen que aquella, dolida por la acción del noble, remató la maldición con:

-Premita Dió que l’agua lo entierre.

El caso es que tan sólo unas horas después de la paliza, al amanecer, al conde se le puso la cara pálida por una rara enfermedad que había contraído. Estuvo casi una semana en pura agonía, con unas fiebres que le hacían delirar y sufrir grandes tiritonas. Los dolores no le dejaban dormir.

Una de las virtudes de las leyendas, cuando son buenas, es que pueden ser compartidas

Hasta que al séptimo día el conde murió. Dicen las crónicas de aquel suceso que al noble le sobrevino la muerte "al arrancar el amanecer del siguiente martes y en la ciudad cayó tan descomunal aguacero que inundó el palacio y todos sus aposentos, llevándose la riada el ataúd del conde de Zafra, ya dispuesto para el velatorio, que naufragó y que nunca fue encontrado su cadáver, y cuentan los que lo vieron que así sucedió, y es por ello que en Granada, cuando hay nubes negras, se dice, mirando al cielo, mientras cae un fuerte aguacero: 'Llueve más que cuando enterraron a Zafra’".

Falleció el conde el día 4 de marzo de 1600, y en la Casa de Castril, situada frente a la iglesia de San Pedro y San Pablo, y siguiendo la tradición, su cadáver fue expuesto en una de las salas bajas del palacio para que los familiares dolientes y la vecindad fuesen a velar y rezar. Cuenta el informe de la Audiencia Territorial de Granada que "el desbordamiento del río fue en torno a 18 metros y que, cuando una lengua de aguas bravas abatió los bajos de las casas y de los conventos, Don César de Zafra, de cuerpo presente, fue abrazado por la riada y se lo llevó arrastrado y su cuerpo, ante la cantidad de agua, tierra y árboles arrancados, nunca fue localizado, por lo que no recibió sepultura, aunque sí tendría una misa, cuando se dio por concluida la búsqueda infructuosa del cuerpo del noble".

El inglés y la gitana

La tercera leyenda tiene que ver con los ladrones de azulejos de la Alhambra y lo que le pasó a un inglés que quiso aprovecharse de la buena fe de una gitana. En el siglo XIX, y esto no es ninguna leyenda, muchos de los viajeros que venían a ver la Alhambra lo hacían influidos por lo que habían escrito los escritores románticos que la habían visitado. En aquellos años se puso de moda arrancar azulejos de los viejos y semiabandonados palacios de la dinastía nazarí. Los visitantes se los llevaban como souvenir para presumir luego entre sus amistados de haber estado en al monumento granadino. Eso produjo un cierto mercadeo ilegal de azulejos, pues había gitanos del Sacromonte que los arrancaban igualmente para ofrecérselos a los turistas. Juan Bustos escribe que “las largas capas de los caballeros, los pliegues ampulosos de abrigos o macferlands resultan especialmente idóneos para ocultar la sustracción hecha, sin apenas esfuerzo, y a escondidas, por supuesto de las miradas vigilantes de los que pululan por los históricos lugares. También cuando las damas no se resisten a la tentación, las largas estolas, los refajos de las faldas del miriñaque, amparan el robo caprichoso de los azulejos”. Doré tiene un dibujo estupendo sobre esta actividad que dejó sin decoración los palacios reales. Algunos viajeros sobornaban a los vigilantes para poder llevarse esos estimables recuerdos a sus casas de Francia, Inglaterra o Estados Unidos. Esta práctica fue, desgraciadamente, muy habitual durante varios años a finales del XIX y principios del XX.

Detalle de un grabado sobre los ladrones de azulejos de la Ahambra Detalle de un grabado sobre los ladrones de azulejos de la Ahambra

Detalle de un grabado sobre los ladrones de azulejos de la Ahambra / G. H.

Pues bien, resulta que -y ahora viene la leyenda- un inglés contrató los servicios de una gitana para hacerse con tres azulejos alhambrinos. Cuando esta fue a dárselos el inglés le dijo que pedía mucho dinero por ellos, así que decidió no pagárselos. La gitana protestó, pero el inglés la amenazó diciéndole que si no se callaba iba a denunciarla por haber sustraído los azulejos. La pobre mujer tuvo que achantarse, no sin antes proferirle una maldición al guiri: “Quiera Dios que los tres azulejos le traigan tres desgracias en el mismo día”. El inglés por poco se troncha de risa cuando oyó la ocurrencia de la calé.

Al llegar a de regreso a su casa de campo londinense, una de las primeras cosas que hizo fue poner los tres azulejos de la Alhambra en la repisa de la chimenea. A la mañana del día siguiente, se encontró con una nota de su esposa diciéndole que había aprovechado la noche para irse con su amante. Que ahí se quedaba, más solo que la una. Pero es que a medio día recibió una visita de su contable que le comunicó que sus finanzas estaban bajo mínimos, a punto de la ruina. Y por la noche, antes de las doce, se produjo un pavoroso incendio en su mansión que la dejó totalmente calcinada. Por la mañana, al recorrer el triste escenario de la desgracia, comprobó que el fuego había aniquilado todos los enseres de la casa, excepto los tres azulejos, que se encontraban en perfecto estado. Fue entonces cuando el inglés se acordó de la maldición de la gitana. Demasiado tarde

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