Granada

El castillo de La Calahorra, la más bella incongruencia

  • El castillo parece la guinda estética de una enorme maqueta de museo.

AHarry le han hablado del castillo de La Calahorra como lugar que inevitable tiene que ir si quiere conocer lo más interesante de nuestra provincia. Ha entrado en internet a leer lo que se dice de él y me llama para pedirme, en tono de súplica, que lo lleve a conocerlo.

-Hombre, el castillo de La Calahorra es uno de los edificios más bellos y singulares de Granada. Se trata de una incongruencia arquitectónica porque es una edificación medieval con un palacio renacentista dentro. Y no sólo te voy a llevar, Harry, sino que voy a hacer que nos acompañe un amigo que es uno de los que más sabe sobre él.

-¡Oh! Yo agradecer mucho- lo oigo decir por el móvil.

El amigo en cuestión se llama Juan José Gallego Tribaldos. Ha sido profesor y ahora es escritor. Nació en La Calahorra y se sabe toda la historia e intrahistoria de su pueblo y la de la fortaleza que vamos a visitar. Juan José lleva el tiempo suficiente en esta vida como para contestar a todo con el tono que da la experiencia y la sabiduría de un viejo enseñante. Cuando le presento a Harry, enseguida congenian, hasta el punto de que en el camino me convierten en un mero oidor de sus conversaciones, que van desde la situación política de nuestro país (casi un año ya sin Gobierno) hasta la sequía que padecemos en Andalucía, donde los olivareros ya advierten que si esto sigue así va a subir mucho el aceite.

-¿Tú de dónde eres Harry?- pregunta Juan José

-De Limerick. Allí llover mucho. Demasiado.

-Pues ni tanto ni tanto poco- digo yo en una de las pocas frases que me permiten meter en su charla.

Al llegar a la penillanura en la que se encuentra el castillo sobre una colina, Juan José me pide que aminore la marcha para contemplar el paisaje. El sol brilla sobre la montaña artificial que ha permitido el vacie del mineral de las minas de Alquife. Enfrente se alzan las siluetas del Picón de Jerez y el Cerro de San Juan, en las estribaciones de Sierra Nevada. Por el cielo se ven bandadas de pájaros que pueden ser mirlos o arrendajos, aves frecuentes por la zona. El castillo parece la guinda estética de una enorme maqueta de museo ante la cual se explica a los visitantes las excelencias de un lugar. Su silueta con sus cuatro torreones circulares asimétricos hermosea la vista y nosotros no tenemos más remedio que rendirnos a las delicias del paisaje.

-Harry, quisiera que vieras esto cuando las montañas están llenas de nieve y el castillo está limpio de brumas. Es una de las postales más bonitas del mundo- le dice Juan José al guiri.

Al llegar a La Calahorra aparcamos en la plaza del Ayuntamiento, al lado de la casa donde nació nuestro guía. La subida no es demasiado fatigosa. Los cigarrones nos saltan a decenas mientras hacemos la escalada. Juan José pide que nos paremos en un pequeño mirador que él elegía cuando era niño para reflexionar sobre su presente y su futuro. O para huir del ambiente familiar tras una trastada. Allí nos explica que el origen de la fortaleza está ligada a la biografía de Rodrigo de Mendoza, hijo ilegítimo del cardenal Mendoza, consejero de la reina Isabel la Católica, y de Mencía del Lemos, dama de compañía de la reina Juana de Portugal. De haber existido entonces revistas del corazón o programas de chismorreos, las vidas amorosas del cardenal y de su hijo Rodrigo sin duda habrían acaparado cientos de portadas y horas y horas de televisión. La reina Isabel, a pesar de la estricta moralidad que exigía a sus súbitos, perdonó el tropezón sexual de su consejero (era un clérigo) y llegó a llamar "el más bello pecado del cardenal" al hijo que salió de dicho desliz. Y es que Rodrigo fue un niño muy guapo que al hacerse hombre consiguió el favor de muchas mujeres. El playboy medieval se casó, a la fuerza, con doña Leonor de la Cerda, que murió al poco tiempo harta de oír las tropelías y las infidelidades de su esposo. Ya viudo, don Rodrigo se marchó a Italia y tras un frustrado intento de apaño para casarlo con Lucrecia Borgia, conoció a la que sería su segunda esposa, María de Fonseca, con la que se casaría a escondidas. La reina Isabel, al enterarse, anuló el matrimonio y encerró a don Rodrigo en el Castillo de Cabezón, mientras que María de Fonseca fue recluida en un convento. Pero a la muerte de la reina, año 1504, don Rodrigo fue liberado. Lo primero que hizo fue sacar a la bella María de Fonseca del convento en donde estaba recluida y para volverse a casar con ella. ¿No me digan que el tema no daría hoy para hincharse a Ana Rosa Quintana y demás programa del cotilleo? Bueno, pues el caso es que el matrimonio se mudó al castillo de La Calahorra, que don Rodrigo, ya convertido en primer marqués del Zenete, había heredado de su padre. El castillo no presenta la típica estampa de las fortalezas medievales. Se construye además en una época en que se han acabado las guerras y no tiene sentido su fin defensivo. Por eso don Rodrigo se construye en el interior un palacio renacentista. El mármol (de Carrara) y al decorador (Michele de Carlone) se los trajo de Italia. Juan José nos explica que el tal don Rodrigo era bipolar en cuanto a sus actuaciones con sus súbditos: tan pronto se comportaba como un auténtico tirano con ellos como se mostraba amable y comprensivo con sus anhelos o reivindicaciones. "Los traía locos, no sabían nunca con el don Rodrigo que se iban a encontrar", dice Juan José.

Como es miércoles, se puede visitar libremente el castillo. Juan José conoce mucho a Antonino, su paisano, que es el encargado de enseñarlo a los visitantes. No está Antonino, pero está su nieta, una vivaz muchacha que estudia sentada en un banco del patio mientras los turistas ocasionales recorren las dependencias del palacio. Juan José es un cicerone estupendo. Entramos por una puerta de pequeñas dimensiones de arco de medio punto en el que se encuentra el escudo de María Fonseca. Pasada la puerta, un minúsculo zaguán abierto da acceso a la sala de guardia, en la que una pequeña escalera conduce al patio con columnatas de mármol, con fustes y capiteles corintios sobados por los siglos y que han adquirido la pátina de la perpetuidad. Hay dos plantas y se sube por una monumental escalera de reminiscencias genovesas, en cuanto a concepción y perspectiva, que permite al visitante intuir que está escalando el tiempo. Juan José se explaya en sus explicaciones. Harry mira a todos lados con expresión bobalicona, seguramente está imaginándose cómo era la vida en aquella fortaleza en el siglo XVI. En las estancias de techos más bajos, nos explica nuestro guía particular, vivían los sirvientes y en los de techos más altos los marqueses y su séquito más cercano. Las estancias están sin solería (las piezas se las llevaron sepa Dios dónde) y los artesonados se encuentran en una situación lamentable. Juan José nos lleva por galerías y estancias y nos explica que tanto el cardenal como su hijo fueron grandes bibliófilos, pues tenían una extensa biblioteca que fue a parar al Escorial. El viejo profesor nos enseña dónde estuvo la biblioteca, cuál era el salón de Oriente y el llamado Salón de los Marqueses, cuya portada se resuelve a modo de arco de triunfo romano en el que sobresale su programa iconográfico basado en la mitología clásica.

-Aquí los marqueses vivieron solo ocho años y después el castillo pasó a mano de sus dos hijas. Recobró un importante protagonismo durante la Guerra de los Moriscos, especialmente violenta en el marquesado del Zenete, sirviendo de refugio de los proclamados cristianos viejos y acuartelamiento del marqués de Mondéjar. Posteriormente fue abandonado durante siglos, hasta que a principios del siglo XX estuvo a punto de ser vendido y trasladado a Estados Unidos antes de pasar a su actual propietario, Íñigo de Arteaga y Martín, Duque del Infantado.

La explicación de Juan José la salpimenta con anécdotas y curiosidades sobre el monumento. Por ejemplo que allí se han rodado varias películas, que en una serie que se emitió en televisión sobre Cervantes sirvió de cárcel al escritor y que el castillo tiene exactamente 365 ventanas, una por cada día del año. Durante la Guerra de la Independencia y la Guerra Civil sirvió de cuartel y una de las propietarias que ha tenido el castillo, sor Cristina de Arteaga, quiso donarlo a la Iglesia para convertirlo en seminario. Y que incluso Fraga Iribarne se interesó por él para convertirlo en parador nacional. También nos dice que el clásico color rojizo que tiene es por el polvo de las minas de Alquife.

Cuando salimos de allí tanto Harry como yo tenemos la sensación de que aquel viejo edificio podía tener mejor futuro que el que tiene.

-Sí, es una pena que nadie dé un duro para su restauración- dice en tono quejoso Juan José.

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