GRANADINOS EN BUSCA DE LA COMPOSTELA

Un cocido que se come al revés

  • La primera parada del viaje fue en el Museo del Facha, situado en Venta de Cárdenas, Ciudad Real

  • A las seis de la tarde llegamos a Sarria, nuestro punto de llegada, desde donde vamos a comenzar el Camino de Santiago

Teníamos ganas. Teníamos días sin compromiso alguno. Teníamos con qué desplazarnos y unos 300 euros cada uno. Teníamos, al fin, el permiso de nuestras respectivas esposas. Solo nos faltaba echar a andar. Éramos cinco, como los protagonistas de los libros de Enyd Blyton. Sólo dos habíamos hecho antes el Camino de Santiago. Yo, por dos veces, y Antonio Luis Gálvez, un forofo de la ruta gallega pues han sido ocho las ocasiones que se ha echado la mochila a las espaldas para recorrer los ciento once kilómetros que separan Sarria de Santiago de Compostela. Excelente baquiano de la ruta jacobea. Cada cierto tiempo le da el mono y se va a andar por tierras gallegas. En un principio íbamos a ir solos los dos pero este es un proyecto que se explica a los amigos y siempre hay alguno que se apunta. Como una vez que dije que iba a hacer un reportaje de una película porno y al menos encontré a diez que me quisieron acompañar. Para esta ocasión se apuntaron tres: Antonio Castillo, hidrogeólogo y catalogador de fuentes; Manolo Comino, alfarero de profesión y ornitólogo de vocación (se sabe el nombre, el pelaje y el canto de todos los pájaros), y su hijo José Manuel, periodista como yo y lector empedernido. El viaje prometía ser interesante.

De Granada salimos tres para recoger a Manolo y José Manuel, que viven en Bailén. Eran las seis de la mañana y en el cielo estaba el albor del día. Nubes muy pocas, las precisas para saber que iba a ser un día de calor. Todo bien. Yo conducía y los antonios… Zzzzzzzzzz.

A la entrada de Bailén nos para una pareja de la Guardia Civil para efectuar control de alcoholemia. Me lo hace a mí porque soy yo el conductor, además del único que voy despierto.

-Vamos al Camino de Santiago -le digo al miembro de la Benemérita, pues aunque estoy seguro que voy a dar negativo en el control, ante los uniformados siempre me sale esa inútil justificación moralista para que crean que soy una persona de orden.

-Eso está bien, pero sople, por favor -ordena el guardia ofreciéndome la dichosa maquinita. El guardia tiene una malafollá tal que no me hubiera extrañado que en su denei apuntara que había nacido en la ciudad que hemos dejado a las seis de la mañana.

En Bailén nos esperan Manolo y José Manuel. Lo primero que hacemos es cambiar mi coche por una furgoneta más amplia en la que cabemos sin problema nosotros y nuestras mochilas, que parece que no pero que ocupan más rodal que un circo.

En Casa Pepe

La primera parada es en Casa Pepe (no confundir con Don Pepe), allá en Venta de Cárdenas. Aquella venta debió fundarla un antepasado mío porque tiene características familiares: todo el mundo pasa por ella y nadie la conoce. Y ahora hagan las suposiciones que quieran. A Casa Pepe también lo llaman el 'Museo del Facha' y no hace falta explicar por qué. Solo hace falta pasar al local e imaginar a Franco decir con voz aflautada aquello de: 'Españoles todos, hace unos años España estaba al borde del precipicio y ahora, gracias a Dios, hemos dado un paso hacia adelante". Rajoy, otro gallego, anda años diciendo lo mismo.

En Casa Pepe para mucha gente porque dice que se come bien, pero en realidad va a darse un baño de nostalgia. Allí lo que más se consumen son sus ricas tostadas de aceite de oliva virgen y el cebralín, que pedimos el camarero para camuflar la mancha que irremediablemente acaba en mi barriga cervecera. Nos hacemos la primera foto de grupo y al mandársela por 'guasap' a mi familia, me contestan:

-Es el primer día y ya llevas una mancha en el chándal (hija).

-Sí, es verdad. Ya llevas una mancha (esposa).

El comentario de mi hija va con un emoticono del grito de Munch. Entrañable, todo muy entrañable.

Durante el camino hablamos del Camino, valga la redundancia. Antonio Luis, que ha peregrineado ocho veces, ha ido solo en algunas ocasiones. Él defiende que el Camino se tiene que hacer solo a veces para encontrarle un significado más auténtico. Decía Vila Matas que las personas que viajan solas tienen un sexto sentido, una especie de facilidad o capacidad de percepción muy superior a la de las que viajan acompañadas y todo el rato están hablando como cotorras y no se fijan en nada, incapaces de captar detalles que el que va solo capta enseguida.

-Si vas solo los pensamientos te salen mejor, te examinas una y mil veces y adquieres unos conocimientos sobre ti impresionantes -dice Antonio Luis.

-Ya, pero te aburres más -comenta Manolo.

-Bueno, lo ideal es hacer el Camino acompañado y estar a ratos solo -dice Antonio Castillo, siempre tan mediador.

Un cocido maragato

A la hora de la comida propongo hacerlo en Astorga. Allí he parado alguna vez que otra en busca de un cocido maragato. Antonio Castillo dice que conoce un sitio cerca de allí donde lo ponen exquisito. Es en Santiago Millas (hay un chiste fácil: 'Pa Santiago tira millas') y se llama Casa Lucinio. Allí nos apostamos cuando el estómago nos reclama la ración del medio día.

Estamos en la Maragatería, un lugar de caminos yérmicos y rojizos y pueblos hechos a base de piedra. El cereal es el rey del paisaje. En Casa Lucinio hay un cartel en el que se dice que la especialidad es el cocido maragato, justo lo que nosotros buscamos. Tenemos suerte porque para comer allí hace falta reserva, pero por lo visto nos dice el camarero que alguien ha fallado y nosotros podemos ocupar su puesto. Estupendo.

El cocido maragato no se diferencia mucho del que hacen en Madrid o el que hacemos nosotros en Andalucía. Está hecho a base de sopa, garbanzos y siete carnes. Lo original consiste en que se empieza a comer al revés que aquí, es decir, primero se sirve la carne (chorizos de fiesta, morro de cerdo, oreja, paletilla, unos huesos de sustancia, gallina, tocino, morcilla de vaca y cecina. Ahí es ná), después los garbanzos (que han de ser cultivados en la propia maragatería) y por último la sopa. De postre nos ponen unas natillas deliciosas, que se sirven con un trozo de bizcocho esponjoso.

Manolo alaba los garbanzos, que se deshacen en la boca. Antonio dice que nunca ha probado un tocino y una cecina tan exquisitos. A Antonio Luis le gusta la sopa de fideos, espesa y contundente. José Manuel se queda flipado con el pan, magro y auténtico. Yo me quedo con todo.

El precio del plato es de 25 euros por barba, en el que se incluye la bebida y el pan. El camarero nos repite constantemente que podemos repetir todo lo que queramos, pero sabe el muy pillín que casi nadie repite porque no hay estómago que aguante una segunda opinión. El camarero, amable y dicharachero, nos cuenta que la costumbre de comer el cocido al revés viene de la guerra contra la ocupación francesa a comienzos del siglo XIX:

-Los franceses tenían la mala costumbre de atacar a la hora de comer, de modo que los maragatos decidieron comenzar siempre por la carne para no tener que marchar a medio comer dejando en el plato la mejor parte. De sobrar, que fuera la sopa la que sobrara.

Mientras viajamos me quedo observando el paisaje y reteniendo en mi memoria cosas o estampas que me parecen interesantes. Antonio me pregunta si yo soy de los que lleva un bloc de notas para apuntar todo aquello que creo que vale la pena apuntar. Le dijo que a veces lo hago pero que en esta ocasión había decidido dejar que fuera mi cabeza quien seleccionara los momentos y olvidara aquello que no me había impresionado.

-¿A estas alturas de tu vida todavía confías en tu memoria? -me pregunta.

-Sí. Lo que se me olvida creo que no merece ser recordado -le digo en tono filosófico.

-Pues entonces no vas a tener nada de qué escribir.

-No te preocupes, lo que no suceda lo rescatará la imaginación.

Luego le digo que no soy de aquellos que siempre apuntan todo en una libreta y le hablo de lo que dijo Paul Bowles, según el cual lo sospechoso de todo escritor viajero radica en el hecho de que se ve obligado a hacer cosas que ningún ser sensato haría, sólo por tener algo que contar.

A eso de las seis de la tarde llegamos a Sarria, nuestro punto de llegada. Nos lo dice la voz electrónica del 'google map' que habíamos encendido para coger el camino más corto: "Ha llegado usted a su destino". Qué lista es esta chica.

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