Reportaje
  • Fray Damián de La Rambla, con 92 años, fue el encargado de atender al beato de Alpandeire en los últimos días de su vida

  • Su nombre es Francisco González Ruz, pero eso casi nadie lo sabe porque todo el mundo lo conoce por su nombre religioso

El enfermero de Fray Leopoldo

Fray Damián de La Rambla mira el busto de Fray Leopoldo Fray Damián de La Rambla mira el busto de Fray Leopoldo

Fray Damián de La Rambla mira el busto de Fray Leopoldo / A. Cárdenas

Escrito por

Andrés Cárdenas

Por mucho que vista de paisano se le nota enseguida un deje de fraile enclaustrado que no ha perdido del todo la compostura monástica. Muy amable y cachazudo, tiene bien catalogadas en el fiel archivo de su vida los conventos en los que ha estado, las ocupaciones que ha tenido y los frailes con los que ha pasado prácticamente toda su existencia. Ya nonagenario, los recuerdos se le agolpan en su mente de tal manera que a veces se le saltan las lágrimas por tanto que ha perdido.

Se llama Francisco González Ruz, pero eso casi nadie lo sabe porque todo el mundo lo conoce por Fray Damián de la Rambla. Damián por el misionero belga del mismo nombre y La Rambla porque nació en ese pueblecito cordobés hace ya 92 años. ¿Por qué este fraile ha llamado la atención del periodista? Porque es la única persona que queda viva en Granada de los que atendió a Fray Leopoldo, el último enfermero, el que le dio las últimas gachas al de Alpandeire, de cuya muerte se ha cumplido 65 años el pasado mes de febrero.

La sencillez es la cualidad que Fray Damián destaca del popular beato, aquel que tantos seguidores tiene en Granada. Le digo a Fray Damián que si Fray Leopoldo viviera hoy y tuviera una cuenta en Twitter arrasaría en las redes sociales. Y él, que no entiende de nuevas tecnologías, me habla de la gran cantidad de gente que va por el convento de Divina Pastora para adquirir alguna estampa o algún objeto en el que se vea el beato. También me habla de los parroquianos que discurren por la cripta para pasar por encima el décimo de lotería que ha comprado cuatro casas más abajo. "El lotero es el que sin duda sale ganando", dice con cierta ironía fray Damián.

La memoria le falla bastante al fraile nonagenario, aunque sospecho que prefiere ya no acordarse de casi nada. "A esta edad se olvida todo menos lo que quieres que se te olvide", dice con esa beatífica sonrisa que casi siempre está en su rostro. En algunos escritos que ha publicado relata sus vivencias con el de Alpandeire. Recuerda Fray Damián que Fray Leopoldo era una persona que comía muy poco y siempre cosas muy frugales.

"Como enfermero suyo en aquel tiempo, veía lo parco que era en su comida. Un día pensé cambiarle algo la dieta y le hice unas gachas que recordé hacía mi madre. Cuando fui a retirarle el plato le pregunté si le habían gustado. Muy agradecido me respondió: Hermano, estaban riquísimas, pero si las haces otra vez, no le eches tantas cosas”. "Las gachas solo tenían harina, agua, azúcar, matalahúva y pan frito. Bueno, pues para él eso eran muchos ingredientes para unas gachas".

La pescadilla

Él tenía 27 años solo cuando conoció a Fray Leopoldo y le encomendaron que fuera quién lo cuidara cuando ya apenas se levantaba de la cama. Las anécdotas sobre la parquedad en la comida del beato, las ha recogido Fray Damián en sus escritos. Cuenta que un día un novicio, Fray Jacinto, fue a llevarle un día una pescadilla muy fresca que alguien había regalado a la comunidad. Fray Leopoldo la rechazó diciendo que esa comida tan exquisita no correspondía a un pobrecillo fraile como él. Luego, por la tarde, fue al padre guardián a decirle que le impusiera una penitencia por creer haber rechazado la caridad y por haber escandalizado al novicio que le llevó la pescadilla. El padre guardián le dijo que rezara tres aves marías. "Padre, eso no es una penitencia, eso es un premio", le dijo fray Leopoldo.

Fray Damián dice que Fray Leopoldo era muy dado a la mortificación de los sentidos y que a veces tenía repuntes mal carácter, pero que cuando eso sucedía enseguida buscaba un camino para calmar su espíritu. Cuenta que un día tuvo un encontronazo fuerte con otro fraile que le había arrancado unas matas de parra que él había plantado. Se pusieron a discutir, pero enseguida el beato se calmó, fue hacia el otro fraile y le dijo: "Hermano, vamos a irnos a nuestras obligaciones que el demonio quiere sacar partido de esto".

El padre de fray Damián de La Rambla era carpintero y su madre modista. Recuerda que cuando era muy pequeño su familia se trasladó a Madrid, a donde le pilló la Guerra Civil. Dice que tenía 7 años cuando pasó aquello y que recuerda las grandes corridas que le obligaban a hacer sus padres cada vez que se tenían que ir a esconderse a un refugio. "¿Sabe lo que más recuerdo? A mi padre llevarme en brazos corriendo para protegernos de las bombas que tiraban los aviones y yo ver el suelo lleno de zapatos que perdían los que corrían. Y a mi madre despertarme en mitad de la noche y decirme que nos íbamos corriendo al refugio. Eso es lo que más recuerdo".

Es la única persona que queda viva en Granada de los que atendieron a Fray Leopoldo

Comenta Fray Damián que a él la vocación de ser fraile le vino muy temprano, aunque lo que quería ser es franciscano en vez de capuchino. Dice que enseguida fue destinado a la provincia Andalucía y que además de Granada ha estado, que él se acuerde, en Sevilla, Sanlúcar y las islas Canarias. Ahora es el portero del convento en el que está la cripta de Fray Leopoldo, pero ha pasado por todos los estatus posibles en la orden. "Durante un tiempo estuve de pedigüeño o limosnero andariego, como Fray Leopoldo. Ahora he visto en Granada que hay mucha gente pidiendo por las calles, pero antes se pedía por hambre", dice fray Damián. También reconoce el nonagenario que, aunque la fama la tiene fray Leopoldo, ha habido frailes en la comunidad que han hecho mucho bien. "Me acuerdo, por ejemplo, de Fray Félix de Lanteira. Era un hombre tan sencillo y humano que los que empezábamos lo teníamos como ejemplo a seguir".

A Fray Damián se le encharcan a menudo los ojos de lágrimas cuando recuerda el tiempo que se ha ido. Es la resignación la virtud que siempre reclama con su mirada. Esa misma mirada que vio en Fray Leopoldo cuando una noche estuvo charlando con él después del rezo. "Rezamos los dos para conseguir esa perseverancia que toda vida necesita. Le dije que yo era joven y que necesitaba más esa perseverancia que él, que era ya viejo. Entonces va y me dice: 'No creas, a mí el diablo me tienta más ahora que cuando era joven'. Lo que admiré de él fue la gran tranquilidad con la que se enfrentó a la muerte".

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