Los no entendidos que entienden más que nadie
Aprendices. Nos topamos a veces con un tipo de personaje que, aunque tenga enfrente a un doctor en enología, intentará convencerle de que todo lo que aprendió en la facultad es tontería
YO no entiendo de vinos, pero sé cuál me gusta y cuál no". ¿Quién no ha dicho o no ha escuchado esa frase alguna vez? No hay que avergonzarse en absoluto por reconocer esa cuestión, pues nadie nace enseñado en nada. Al contrario, saber de vino requiere mucho estudio, aprendizaje, catas, viajes… Y mucha humildad, porque cuanto más aprendes, más cuenta te das de lo poco que sabes y de lo mucho que te queda por aprender.
Saber "de vino" no es lo mismo que saber "de vinos". Hay personas que, por sus circunstancias vitales (tener un trabajo importante, pertenecer a una familia acomodada en cuya mesa no faltaba un buen vino, etc.) saben "de vinos": han tenido la oportunidad de beber y degustar buenas etiquetas, y de ellas pueden saber bastante. Saber "de vino" es algo más: es saber cómo se desarrolla todo el proceso, primero en el campo, luego en bodega; saber identificar virtudes y defectos y, en este caso, saber qué ha ocurrido para desencadenar ese defecto; saber la correcta relación calidad-precio de una botella… etc.
La pintura o la música, por ejemplo, nos gustarán más, las apreciaremos mejor, si entendemos un poquito de esas artes. Con el vino ocurre igual. Si somos capaces de ver en un cuadro una dimensión que otros no aprecian, o encontrar el significado que el autor ha querido plasmar, viviremos una experiencia mucho más enriquecedora y placentera que la que pueda vivir aquel que pasa ante el cuadro y le dedica una mirada curiosa pero superficial. Si somos capaces de saborear cada sorbo de nuestra copa de vino, seremos más afortunados que el que la bebe de un trago solo para calmar su sed. Y como decía el gran escritor de vinos francés Jacques Puisais, "ciertos vinos no pueden ser degustados una sola vez, no pueden ser comprendidos y apreciados tan rápido, es como escuchar a Bach".
Saber de vino está de moda. Yo diría aún más: denota una cierta cultura y es apreciado socialmente. Y en este contexto aparece el personaje al que me refiero en el titular: normalmente es hombre, de entre 40 y 60 años, que en algún momento de su vida ha vivido en un pueblo o tiene familia en uno y dicha familia (o amigos íntimos) hacen un vino "extraordinario" en el garaje, en la cocina de casa o en su bodega, en un tonel pequeño con "una madre que no veas qué maravilla" (y que absorbe humos del tubo de escape, olores de fritanga o de moho de humedad de bodega cerrada y no ventilada). Y ese es "el vino de verdad, sin química", añaden. Ese personaje sabe de vino más que nadie, y aunque tenga enfrente a un doctor en enología intentará convencerlo de que todo lo que aprendió en la facultad es tontería, que los buenos vinos son los que se hacían antes y se siguen haciendo en su pueblo.
Estos falsos entendidos no tienen mesura: incluso los hay capaces de montarla en un bar de vinos o en un restaurante dando lecciones al sommelier solo para hacerse notar y rechazan botellas que están en perfecto estado; la mayoría de ellos beben -sin saberlo- vinos oxidados y con problemas graves como los brettanomyces (unas bacterias procedentes de la suciedad de los depósitos o toneles y que otorgan al vino defectos aromáticos: olor a cuadra, a caballo, a cueros viejos…). Pero como están acostumbrados a beber vinos con esos defectos, ellos los transforman en tipicidad, o sea, en algo típico: "es que un vino auténtico ha de oler y saber así". De nada sirve explicarles que eso es falso. De nada sirve contarles que lo que llaman "madre" del tonel que tienen en casa son los posos y sedimentos que se forman por impurezas de la uva y restos de levaduras, y que normalmente, deben eliminarse por trasvases. Porque, además, es materia orgánica que se pudre. Y esos aromas de putrefacción se trasladarán al vino que metan en ese tonel. Nada que hacer, se lo digo yo.
Y luego están algunos blogueros aficionados al vino y la gastronomía, la mayor parte sin ninguna formación en el tema y cuya experiencia se basa en que comen y beben tres veces al día y piensan que eso les da derecho a opinar como expertos. Pues mire usted, va a ser que no. Porque, por ejemplo, para entender la cocina moderna hay que haber leído y pasado antes por L'Escoffier para apreciar la evolución de texturas, viandas y cocciones. Pues para entender un poquito de vino, hemos de conocer cómo se han gestado algunos de los grandes vinos del mundo y así poder comprender qué hay en la mente de un enólogo a la hora de elaborar un vino.
Si alguien realmente entendido en vinos le explica cosas sobre lo que están bebiendo, créalo: la enología es una ciencia, no es cuestión de opinión, de "me gusta más" o "me gusta menos". Y hay que tener fe en la ciencia, aunque parezca una contradicción en sus términos. Pero si alguien le dice que lo sabe todo, todo, sobre el vino, casi que goza de comunicación privilegiada con Baco, no se lo crea; quien realmente sabe de vino admite lo contrario: que es un universo tan vasto que cada día se aprende algo nuevo. No existen los profetas: existen los catadores.
Y es que en esto de los vinos no vale con decir "me gusta", "está bueno", "no está mal", como si estuviésemos dándole un repaso al novio de una amiga. Porque la subjetividad, en esto del gusto, nos puede llevar a una catástrofe total. ¿Quién no tiene un amigo al que le encanta la carne hecha y dura como una suela de zapato, los calamares a la romana que parecen de caucho o el pescado frito bien grasiento? Y, lo que es peor, ¡con qué aplomo defiende y justifica su mal gusto!
Por supuesto que podemos disfrutar de un vino sin ser un experto catador. Lo malo es no saber admitir que podemos equivocarnos y que, incluso, podemos aprender de otras personas.
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