Aquellos juegos de placeta
Bájate y jugamos al 'abejorro', al 'churro-pico-terna', a las 'bolas' o con la pelota Gorila. Que no te den 'masculillo' ni te hagan el 'agarejo'. Ellas, mientras, a la 'comba', a los cromos, a la 'balde' o a la 'rueda'
NO había que concertar citas previas; a una hora no fijada, la plazoleta se llena de niños de pantaloncillos cortos, sandalias de badana y calcetines zurcidos; más allá, las niñas de trenzas con totos y diademas de raso blanco. Placetas soleadas a las que se asomaban los geranios gitanos convertidos en sonrientes espectadores de aquellos inocentes juegos reunidos. Todos juegan, nadie pierde, nadie gana.
Partidillos de fútbol interminables, sin árbitros ni porterías, con aquellas minipelotas verdes que regalaba Segarra con los zapatos Gorila. Pelotilla de los mil botes, capaz de resistir mil patadas. Pero… a falta de pan, buenas son tortas; como aquéllas que se daban y recibían en el curioso juego del abejorro, donde uno se trata de ocultar tras su mano derecha mientras ofrece, bajo el sobaco, la palma izquierda, donde recibe el bofetón de sabe Dios quién.
Para ejercitar la cintura y demostrar la buena calidad de aquellas vértebras infantiles era muy bueno el churro-pico-terna: encorvados y entrelazados, colocando la cabeza entre las piernas del anterior, aquéllos minitrenes de varios vagones en postura poco elegante, resistían el peso de los que sobre ellos cabalgaban, lanzándose con fuerza sobre sus lomos. Raros eran los vagones que no se rendían o provocaban inoportunas ventosidades no deseadas que acababan calentando el cuello del compañero encorvado.
Menos gracia tenía el masculillo. Su verdadero nombre era 'basculillo' y consistía en bascular al 'pringao', cogiéndolo de piernas y brazos hasta golpear su trasero con el suelo o contra un árbol; si encima te practicaban el agarejo, ya el juego pasaba a ser un martirio chino, pues a nadie le hacía ilusión que le desabrocharan la bragueta y escupieran luego dentro. Era más divertido jugar a las bolas, fueran de barro, las catarro, o de china, las pitirras, mostrando nuestra habilidad en golpearlas con certeros pitazos hasta el hoyo, pasando por el 'primera', 'pie grande', 'matute' y 'hoyo'.
Al desaparecer aquellas cajetillas de mixtos se olvidaron los niños de jugar a las caíllas; se trataba de lanzar las tapas de las cajetillas a cara o cruz golpeando en el suelo. Si conseguías una buena lima o unos cojinetes eras el más feliz del mundo. Jugar a la lima era muy divertido, aunque peligroso; y deslizarse cuesta abajo sobre aquellas patinetas tripuladas, con su manillar de madera era ya un juego de arte mayor, sólo apto para los pilotos aspirantes a campeones. Las bicicletas escaseaban y teníamos que conformarnos con alquilárselas por horas al Maxi el del Humilladero.
De los juegos a médicos y practicantes, que siempre querían ponerles a las niñas las inyecciones en el mismo sitio, no quiero decir nada, porque más que juegos pretendían ser reconocimientos anatómicos con no muy buenas intenciones.
DE LA RAYUELA A LA 'WII'
Pero sí eran muy divertidos los múltiples juegos femeninos. Cuando la niñas se cansaban de peinar a su Mariquita Pérez, jugaban a la balde, al quema o a la comba. Y lo hacían con gracia sobre las cuerdas que se balanceaban como una barca o giraban vertiginosamente sobre sus cabezas dando un ron. De enorme pericia y rayando en el malabarismo circense era el juego del diabolo que algunas manejaban con presteza, haciendo subir a las nubes aquel carrete de goma roja. Pero el más bonito de todos era el de los cromos. Hasta el nombre resultaba atractivo: eran en realidad cromolitografías, curiosas figuras de todos los colores que las niñas, en un gesto muy femenino y con mucha habilidad, hacían volver hacia arriba con un sutil golpe de mano ahuecando la palma. Las grandes coleccionistas de cromos estaban seguras de poseer un tesoro.
En la rayuela la habilidad no estaba en la rectitud de las rayas pintadas con tiza, sino en deslizar con tino el tejo impulsándolo a patica coja. Uno de los pasos más espectaculares era el 'piso', en el que la jugadora habría de saltar por las casillas con los ojos cerrados y sin pisar las rayas. Por eso, a cada salto preguntaba a las demás: "¿Piso?".
Los más ingeniosos eran los juegos de rueda, pues giraban las niñas cogidas de la mano, acompañándose a coro con cancioncillas populares: 'A esa niña que hay en medio / se le ha caído el volante / y no lo quiere coger / porque está el novio delante'. Ni a esas edades las niñas tenían novio ni los vestiditos eran tan malos como para que se les desprendiera el volante. 'El patio de mi casa', '¿Dónde están las llaves?' y tantas canciones que acompañaban a tantos recuerdos. Juegos de niños alegres con piezas en los calzones, mocosos y despeinados, pero saltando y riendo juntos en medio de la calle. Había cientos que aquí no caben, todos muy lejos de la soledad del ordenador enchufado con esos tics robotizados de la playstation o la wii.
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