Granada

A tres lustros de la desaparición del Centro de Investigaciones Etnológicas

En septiembre del año 2003, hace ahora quince años, se produjo un hecho inusitado en la historia local granadina: el equipo científico del entonces llamado Centro de Investigaciones Etnológicas Ángel Ganivet, que había sido creado trece años antes por la Diputación Provincial de Granada con el apoyo de la Junta de Andalucía, con el ánimo de convertirlo en el embrión del futuro instituto de investigaciones antropológicas de Andalucía, dimitió en pleno, encabezado por mí en calidad de fundador y director del mismo. Su sede desde hacía siete años estaba en la casa molino que lleva el nombre del literato y diplomático granadino Ángel Ganivet García. Aunque varios días antes se había avisado a los políticos responsables que se iba a producir la dimisión colectiva parecieron no creerlo por el asombro subsiguiente que manifestaron. Lo cierto es que no estaba inscrita en la tradición política de la democracia el hecho dimisionario, y menos cuando este se hacía gratuitamente, sin que mediara ningún escándalo y ni siquiera falta de confianza. La razón de esta dimisión residía en una decisión que yo había mascullado en solitario, y en la cual me acompañó generosamente el "comité de sabios" del centro: éramos nosotros los que habíamos perdido la confianza en el nuevo equipo provincial, que aun siendo del mismo signo político venía precedido de un halo de arrasar con la cultura, como luego se demostraría con el intento de liquidación del Centro José Guerrero de arte contemporáneo, también dependiente de la institución provincial.

Como recordatorio grosero, recogido con detalle en el libro-memoria que fue publicado ulteriormente para dar testimonio de lo logrado, diremos que el CIE Ángel Ganivet, realizó en su breve existencia una media de cuatro actividades mensuales de alto nivel a lo largo de sus trece años de existencia, y que por él pasaron más de mil investigadores de los lugares más cercanos y más remotos. Se realizaron congresos, exposiciones, publicaciones, encuentros y las más inimaginables actividades, que abarcaban desde lo local hasta lo internacional. En fin, no voy a resumir, ni siquiera intentarlo, lo que fueron años frenéticos de hiperactividad. Basta, sin embargo, mencionar que aquella acción cultural dejó un rastro de leyenda a mi pesar que perdura hasta hoy. Allá donde imparto una conferencia, el presentador siempre hace alusión a la experiencia que dirigí, lo que me sentirme extremadamente incómodo. Aunque yo pasé página ahora con rapidez por esta petite histoire, hay que hacer notar en estos quince años de ausencia de aquel Centro Ganivet abruptamente desaparecido, no he escrito ni una sola palabra en los medios de comunicación sobre aquella iniciativa, habiéndome consagrado por entero a mi propia obra intelectual y profesión académica, como profesor de la UGR.

La dimisión colectiva se produjo por la falta de apoyo a la cultura por parte de Diputación

Sin embargo, en tanto observador he podido constatar a lo largo del tiempo el fracaso de los diversos gobiernos provinciales por encauzar la actividad de aquel lugar, fuesen estos socialistas, populares o comunistas. El problema, pues, debe ser grave, sospecho. Al menos conozco cuatro reinauguraciones, algunas realizadas hasta con grupos de rock y autoridades universitarias. Todas fracasaron ante mi propio asombro.

A mi juicio, la razón del fracaso diferido a lo largo de quince años reside en primer lugar en la arrogante creencia de los políticos que reza que con dinero se hace todo. En la cultura, al menos, no. Evidentemente hace falta un mínimo vital, que suele proceder del mecenazgo de las instituciones, pero la fuerza creadora procede del entusiasmo, una cualidad que difícilmente nos transmite la casta política, dedicada que con su conocida actitud rentista nos hace caer en el desánimo. La segunda razón, y no menos importante, es que los lugares se tienen que corresponder con el espíritu de sus creadores. Desde luego cuando yo asumí la dirección de la casa familiar de Ángel Ganivet sabía que la figura del escritor me interpelaría largo tiempo. No pretendíamos explícitamente llevar a cabo una "casa museo", es decir un centro de culto, como los que suelen consagrarse a tantos escritores, y cuyos réditos intelectuales son discutibles. Quisimos fundar un centro cultural moderno recogiendo del espíritu ganivetiano lo que de avanzado tenía el autor, tomando sobre todo el acercamiento que Ganivet había hecho en el fin de siglo XIX a las culturas "otras", fuesen la belga, la finlandesa o la africana, esta última imaginada en su novela La conquista del reino de maya por el último conquistador español Pío Cid. De eso se ocupaba precisamente la antropología, mi disciplina, de promover la curiosidad por el/lo extraño. Como también de la identidad, terreno en el Ganivet había sido una avanzadilla al intentar comprender a los granadinos como conjunto orgánico en la discutida, aunque hermosa página literaria, de Granada la Bella. Ganivet, además, era un sujeto excéntrico que había sido ateo desde el punto de vista religioso y que practicaba en cierta forma el amor libre, lo que sólo era comprensible desde su condición de "anarco-nirvánico", difícilmente asimilable en la Granada conservadora. El personaje acabó por gustarme en su excentricidad. Coincidió nuestro mandato con el centenario, en 1998, de su suicidio en Riga, y entre otros actos y hechos en su honor adquirimos, con mi apoyo, los manuscritos de Ganivet, en manos desde siempre de sus sobrinas nietas. Cuando los vendieron a la Diputación su mayor preocupación es que no cayesen en manos privadas, a las cuales habían eludido con los argumentos más extravagantes en épocas pretéritas.

Para restañar la herida abierta en la ciudad desde hace quince años, y en cierta forma acabar con esta incómoda leyenda del "prestigio" de aquel centro desaparecido, que me incomoda tanto a mí como a la institución que lo fletó, sólo veo en el horizonte una salida: que se restituyan los manuscritos ganivetianos a su casa natal, exhibiéndolos con buen gusto y racionalidad museográficas, y que se posibilite al público pueda visitar el lugar, y hacerse cargo de la atmósfera de los molinos periurbanos de Granada. Con generosidad también podría albergar una pequeña muestra de aquellos trece años gloriosos. De esta manera Granada tendría otro lugar literario y urbano, que le dé al autor de Cartas Finlandesas el debido reconocimiento, del que aún carece. Con Ganivet, me temo, sí que tiene esta ciudad, más que con otros literatos, una deuda sin saldar, y debe saldarla cuanto antes. Por el bien colectivo.

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