La muerte silenciosa
Hace unos meses publicaba en esta misma sección un artículo titulado Elogio del invierno, atenazado como me hallaba por la sorprendente ausencia de algunos de los síntomas que secularmente han caracterizado a esa estación. Tras un verano singularmente largo, seco y caluroso, pareciera que habría de escribir una segunda parte titulada esta vez Elogio del otoño, pero prefiero ahora fijar mi visión en esas víctimas a las que la evolución no les dotó de voz pero esenciales para nuestra supervivencia, como son las plantas.
Mientras en España vivimos enfrascados como pasivos espectadores en el gran teatro del desgobierno, la naturaleza agoniza sigilosamente tras este verano permanente que sufrimos en amplias zonas del país y, más en concreto, en nuestro entorno andaluz. Cuando uno levanta la persiana al comenzar el día no hay motivo para la sorpresa: cielo limpio de nubes, mañanas fresquitas y mediodías bochornosos. El paraguas cría telarañas en el paragüero y ya no tiene vigencia la vieja y melancólica canción de Serrat, Balada de otoño: "Llueve, detrás de los cristales, llueve y llueve sobre los chopos medio deshojados, sobre los pardos tejados, sobre los campos, llueve"… ni tampoco la interminable lluvia caída sobre Macondo en Cien años de Soledad de Gabriel García Márquez.
Arrastramos tres largos años de precipitaciones inferiores a la media, la llamada en el lenguaje popular la "pertinaz sequía", pero en los últimos períodos alimentada por temperaturas que rompen récords, mes tras mes, año tras año, y que aceleran la evaporación junto con la acción del viento y la luz solar. Ese cóctel vuelve la situación del medio natural casi insostenible a pesar de la asombrosa capacidad de adaptación de las especies animales y vegetales autóctonas. Si uno curiosea en Internet, la útil página web Meteoclimatic proporciona datos estremecedores. Por ejemplo, en la localidad de Vera (Almería), cuando escribo este artículo se llevan registradas unas precipitaciones de ¡21,9 litros por metro cuadrado en todo el año 2016! Si eso no la hace candidata al desierto que venga Dios y lo vea.
Oprime el corazón salir de esta cómoda e ignorante burbuja que son las ciudades, donde solo tenemos que abrir el grifo para ducharnos o para beber, donde los parques y los alcorques siguen siendo regados por los servicios municipales de jardinería. Fuera de ellas, los almendros han tirado la hoja, otros han sucumbido y son solo espectros ennegrecidos tras su muerte certificada; la aceituna se arruga o cae prematuramente; otros árboles con más demanda hídrica han perecido igualmente. En Ecología el agua se considera como un factor limitante, es decir, que aunque la tierra que sustenta a una planta disponga de unas propiedades físicas y nutrientes adecuados, la planta ve mermado su desarrollo e incluso una prolongada ausencia de agua conlleva su muerte (algo similar a lo que le ocurre al ser humano cuando no ingiere líquidos). Muchas plantas que sufren estas adversas condiciones entran en el llamado estrés hídrico, además de hacerla más sensible a plagas y enfermedades, afecta a prácticamente todas sus funciones vitales tales como la expansión celular, la síntesis de lípidos y proteínas o la propia fotosíntesis (con la consiguiente reducción del dióxido de carbono absorbido de la atmósfera y que contribuye a atenuar en parte el cambio climático), provocando el cierre de los estomas, la caída de la hoja y quizás la muerte total o parcial de la planta.
Las fuentes y manantiales van igualmente reduciendo su caudal, llegando en ocasiones a perderse completamente y llevándose consigo la flora y fauna asociadas o haciéndolas más vulnerables. Sierra Nevada parece más lunar que nunca, los borreguiles han desaparecido y solo el color pardusco impera en nuestras altas cumbres. ¿Qué comerán las aguerridas cabras monteses que campean a sus anchas o las vacas que tenían como último recurso esos prados verdes a donde trashuman en verano? ¿Dónde se fueron las tormentas de finales de verano y principios de otoño? Esas que atemorizan a los osados montañeros que hacen vivac a la luz de las estrellas. Parece que cambiaron de latitud y azotan con inusitada violencia lugares del planeta alejados de nuestros lares.
Mientras los urbanitas acudimos a los supermercados o a los bares a saciar nuestro apetito carnívoro o vegetariano, la tragedia se esparce golpeando al medio natural y a los que viven de él, sean los seres vivos o, en particular, los humanos que aún pugnan por hallar su sustento y nutrir nuestras despensas. Los granadinos disponemos de la caja de caudales que es el acuífero de la Vega, una cartilla de ahorros que nos abastece en la época de vacas flacas, pero ¿qué ocurre con los que viven de las aguas superficiales?, ¿de dónde beben, de dónde riegan, de dónde extraen ese elixir de la vida que es el agua?
Y entretanto, ¿qué podemos hacer los que leemos estas páginas en el bar ante un café con leche, la tostada y el vaso de agua? Está claro que, en primer lugar, rendirnos a la evidencia del cambio climático anunciado por muchos científicos (y vilipendiado por otros) hace escasas décadas y admitir que la naturaleza se resiste al cambio, pero que una vez rotas las amarras, su inercia es difícil de parar tal como un tráiler con los frenos averiados. En segundo lugar, contribuir individual y colectivamente a amortiguar este desenfreno. Ahorrar agua en el día a día, sembrar y cuidar plantas autóctonas, reducir el consumo energético en el hogar y en el transporte, orientar nuestros hábitos hacia otra alimentación más saludable (disminuir el consumo de carne y aumentar el de los vegetales, adquirir alimentos ecológicos): Reducir-Reciclar-Reparar-Reutilizar… A veces con preguntar a nuestros antepasados vivos podemos obtener grandes lecciones de una mayor y mejor armonía con nuestro medio natural. En definitiva, se trata de cambiar nuestro modelo de vida, sustituir la felicidad por adición por la liberación de dependencias prescindibles.
Todavía me duele leer ese lema comercial que invade las vallas publicitarias de nuestra ciudad y que nos dice que "ser feliz cuesta muy poco". Está claro que los publicistas no son nada tontos, saben cómo y a quién dirigirse, los tontos somos los que nos lo creemos.
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