Patrimonio en vivo

El patrimonio histórico: una historia de amor

  • Me apena constatar la sensación de que en Granada nadie quiere a sus murallas, ese perímetro semioculto que la rodea

  • Esa hermosa historia de piedra y tapial comenzó a desaparecer a instancias de los comerciantes granadinos en un triste siglo XIX que quiso traer modernidad a cambio de la destrucción del patrimonio

Los sabios padres de la tutela del patrimonio histórico que redactaron las conclusiones de los primeros congresos internacionales, (el más famoso el de Atenas del año 31 en el que, entre otros, participó D. Leopoldo Torres Balbás, arquitecto conservador de la Alhambra) solían coincidir en un punto que, al principio, pudiera parecer algo naif, pero que, con el tiempo, llegó a demostrar que era uno de los pilares más sólidos de la protección del patrimonio histórico de una comunidad.

Venían a decir estos señores, y así lo plasmaron en el artículo 10 de la Carta de Atenas, que: "La mejor garantía de conservación de los monumentos y de las obras de arte viene del afecto y del respeto del pueblo".

Y nunca he podido olvidar ese texto ni encontrado otro más contundente y más apasionado a la vez, porque apasionante es que estos grandes hombres no hablasen de consignar multimillonarias inversiones públicas en los monumentos ni tampoco de aprobar grandes leyes que los blindasen. No, ellos, en su valiente declaración, simplemente hablaron de amor, en unas fechas, por cierto, en las que el mundo entero se dedicaba a almacenar infinitas cantidades de odio.

El amor, el afecto y el respeto como la máxima garantía de protección, algo que leído al revés viene a ser lo mismo que decir que todo lo que contribuya a destruir la íntima relación de afecto entre el patrimonio y los ciudadanos, también contribuye a su indefensión y, por tanto, a su destrucción.

A veces me pregunto cuáles podrían ser esas razones o causas que alejen al pueblo de su patrimonio, en qué momento se rompe el vínculo afectivo que históricamente lo ha mantenido unido a la gente que vive junto a él y siempre, para buscar respuestas, echo mano de un ejemplo doloroso en Granada; el de sus puertas y murallas que comparo, sin ir más lejos, con las de Ávila, aunque podría hacerlo con muchas otras ciudades que han convertido sus murallas en seña de identidad, desde Carcassonne hasta Cáceres pasando por Fez, Dubrovnik o, incluso, Ceuta o Melilla o decenas de ciudades más de todo el mundo.

Y me apena constatar la sensación de que en Granada nadie quiere a sus murallas, ese perímetro semioculto que la rodea que corresponde, sobre todo, al amplio período que va desde su fundación zirí en el siglo XI hasta las últimas obras defensivas que acometen los castellanos tras la conquista. Esa hermosa historia de piedra y tapial comenzó a desaparecer a instancias de los comerciantes granadinos en un triste siglo XIX que quiso traer modernidad a cambio de la destrucción de un patrimonio del que, por el centro de la ciudad, no quedó nada, salvo lo que, de vez en cuando, aparece cuando se excava.

Recuerdo, de esas excavaciones, la muralla que apareció bajo la Plaza del Laurel del Boquerón, con doble lienzo y torres incluidas, la que se excavó en el jardín del Convento de la Encarnación, la de la calle Escuelas, frente al jardín Botánico, igualmente con torres, la de la Plaza de la Trinidad, esquina con Capuchinas, los lienzos y torreones que han ido apareciendo en la Plaza de Bibrrambla, el Arco de las Cucharas, también en Bibrrambla y que Torres Balbás salvó de la piqueta para colocarlo en el bosque de la Alhambra. Recuerdo igualmente el torreón que se encuentra embutido en el Palacio de Bibataubín o junto a la comisaría de la plaza de los Campos o la misma puerta de Fajalauza en la placeta del Realejo, por no hablar, aunque se vea, de la que soporta al jardín del Cuarto Real de Santo Domingo que, a poco y si nadie lo remedia, se vendrá abajo cualquier día.

Algunas de esas, como la de la calle Escuelas o la plaza de la Trinidad, tras su excavación han quedado a la vista protegidas por vidrios, otras, la mayoría, tristemente ocultas. Ni un cartel, ni una línea en el suelo, nada que recuerde la realidad de que Granada fue una ciudad con murallas, aunque ahora queden pocas.

De todos modos, las más significativas son las que han sobrevivido del trazado zirí y que recorren el Albaicín desde la placeta de San Agustín hasta la Puerta de Monaita y la más tardía, nazarí; la cerca de D. Gonzalo, y que alcanza desde algo más allá de la puerta de san Lorenzo hasta el mismo Sacromonte, incluida La puerta de Fajalauza.

Aunque poca gente conoce el murallón ibérico del solar de la mezquita, en la placeta de san Nicolás que ahí, tapado, parece dormir un sueño eterno. Una muralla ibérica en una ciudad que reivindica su pasado preislámico pero que hace poco por recuperarlo.

Al resto de murallas y puertas, algunos las aman, pero hay más que las desprecian; los que una y otra vez, las pintarrajean y destruyen y se amparan en su soberbia de artistas incomprendidos o en la estulticia de creerse justicieros reivindicativos de su propia miseria y ahí, en esa preponderancia inadmisible de lo mío por encima de lo que es de todos, se vuelve a romper el sutil hilo del afecto y vuelve a perder el patrimonio la garantía de su preservación. Pero esto es difícil de explicar a los idiotas.

Pudiera ser también que la imparable transformación del patrimonio en un producto de consumo rápido para las manadas de turistas que patean nuestros barrios, detrás de una señora con un paraguas, alguna repercusión tenga sobre los afectos de ese pueblo del que hablaba la carta de Atenas que ve, con fría distancia, que lo que fue suyo ahora es de otros.

Al parecer, el Ayuntamiento de Granada, una vez más, tiene intención de intervenir en una zona de murallas; la que rodea la gran cerca de D. Gonzalo en el cerro de san Miguel. Una muralla en la que en los últimos años se ha actuado en dos ocasiones: un polémico cierre que, sorprendentemente, no contó con arqueología, aunque la pieza resultante sea de una singular belleza y otra actuación de restitución en la que, gracias a la arqueología, se descubrió que no quedaba mucho de la muralla por lo que, finalmente, se ha creado ex novo, aunque no lo parezca.

En ese espacio hubo, además, un cementerio islámico, una rauda y un Ribat, el del aceytuno; un espacio religioso y militar que protegía esa zona de la ciudad antes de que hubiera murallas.

Sería interesante que se recuperara la memoria de esos lugares mientras se prepara el proyecto y que se recuerden para el futuro. Ya digo, porque para amar hay que conocer y recordar.

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