"Serás más que reina"
De la calle de Gracia a mujer de Napoleón III, emperatriz de la moda en Francia de las Tullerías, inauguró el Canal de Suez
La que llegaría a ser emperatriz de Francia, nacía en el señorial barrio de la Magdalena, el cinco de mayo de 1826. En España regía el gobierno absoluto de Fernando VII y, por aquellos días, el malestar de las persecuciones y el desbordamiento de las pasiones políticas entre absolutistas y liberales, amedrentaban los ánimos de los granadinos junto al terror a los terremotos. Esta fue la causa de que la infanta naciera antes de tiempo. La madre, doña Manuela Kirpatrik, temiendo las sacudidas del seísmo, ordenó que en el jardín de su casona, en el número 12 de la calle de Gracia, instalaran una tienda de campaña, donde nació la niña, que recibió el nombre de su padrino Eugenio de Montijo, el célebre "tío Pedro", del motín de Aranjuez, hermano de su padre, don Cipriano Guzmán Palafox y Portocarrero, conde de Teba, marqués de Ardales y Grande de España.
Residían en Granada, desde 1823, procedentes de Santiago de Compostela donde habían sufrido destierro por conspirar en pro de la causa liberal. Un año antes, el 25 de enero de 1825, los condes habían tenido su primera hija, a quien llamaron Francisca de Sales, Paca en la intimidad, que andando el tiempo sería la VIII duquesa de Berwick y la XV duquesa de Alba.
En 1830, los condes de Teba se trasladaron a Madrid. Con su partida la sociedad granadina perdió un importante centro de reunión, donde conspiraban gentes del bando liberal, entre ellas Mariana de Pineda. Con la aristocrática familia parte una mujer granadina, ligada a su intimidad desde su llegada a Granada. Era Pepa, la aya de las niñas que, más tarde, será la camarera de una emperatriz. Sería interesante conocer la vida de esta sencilla y entregada mujer, trasplantada luego, a la corte de opereta que fue la de Napoleón III. Fue Pepa la que le recordaría a Eugenia una anécdota que no olvidaría nunca. "Fue en Granada -evocaría Eugenia-. Una tarde subíamos al Sacromonte y varias gitanas nos acosaron pidiendo limosna. Una de ellas quiso decirme la buenaventura. Mi aya no la dejaba, pero ella insistió: 'Aunque no me enseñe la mano, yo sé que esta niña será más que reina…'. Estas palabras quedaron grabadas en mi mente. Cual no sería mi sorpresa cuando, años más tarde en París, el abate Boudinet, reputado en quiromancia, durante una fiesta insistió en leerme las rayas de la mano y luego me confió asombrado: 'He visto en su diestra una corona… ¡una corona imperial!".
Lo de la gitana tiene gracia, lo del poder quiromántico del abate entraba dentro del parasitismo que pululaba en los palacios, adivinadores de lo evidente, perpetuados en nuestros días por los videntes, cercanos al poder político o mediático.
Las dos hermanas reciben una educación esmerada. Estudios en Inglaterra, y en 1837 en París, donde viven en una casa de los Campos Elíseos. Dos años más tarde muere el conde de Montijo, y Doña Manuela regresa a Madrid con sus hijas. Las presenta en sociedad, con boato principesco. Las dos hermanas son unas mujeres bellísimas y cultivadas. Doña Manuela, gran casamentera, tiene abiertos sus salones del palacio de Ariza, son el escaparate donde lucen sus hijas. Uno de los más asiduos contertulios es el duque de Alba. A la hora de decidirse por una de las hermanas, elige a Paca, Eugenia, despechada por creer que ella sería la elegida, intenta envenenarse. Recordemos que estamos en pleno Romanticismo. A Eugenia no le faltan los pretendientes, pero doña Manuela decide lanzar las redes por otras cortes y, madre e hija, emprenden un viaje por Europa para acabar instalándose en París. Para entonces, Eugenia de Montijo es una belleza deslumbrante.
De la expectación que producía su presencia en salones y teatros, escribía doña Manuela a su hija Paca, en Madrid: "En París no se habla nada más que de su belleza. La otra noche fuimos a la ópera para oír El Profeta, de Meyerbeer. Todas las miradas estaban vueltas hacia nuestro palco. Todo el mundo quería saber quién era la belle espagnole, y al día siguiente se hablaba más de mi hija que de la ópera… ¡Eugenia está de moda! Nos falta tiempo para acudir a todas partes donde somos invitadas. Mañana es el gran baile en la residencia del Príncipe-Presidente…".
Se trataba de Luis Napoleón Bonaparte, el cual, por un golpe de Estado y de suerte, había conseguido que lo eligieran presidente de la República Francesa. Primer paso para que el 21 de noviembre de 1852 cosechara cinco millones de votos en un refrendo nacional, tras el cual fue nombrado emperador. Era un hombre obsesionado por el recuerdo de su tío, del que tomó el nombre, pasando a la historia como Napoleón III.
Por el amor de Eugenia de Montijo el emperador afrontó la oposición de sus amigos, de sus partidarios y del pueblo francés, que acaba de ceñirle una corona imperial. El cuento de hadas iba a comenzar para Eugenia de Montijo.
El 15 de enero de 1853, la condesa de Montijo recibía una carta fechada en las Tullerías: "Señora condesa: Hace algún tiempo que amo a su hija y deseo hacerla mi esposa. Hoy vengo, pues, a pedirle su mano, pues nadie es más capaz que ella para hacer mi felicidad, ni más digna para llevar una corona.. Le ruego, si usted me lo permite, que no divulgue este proyecto antes de que hayamos tomado nuestras disposiciones. Recibid, señora condesa, la seguridad de mis sentimientos de sincera amistad. Napoleón".
La boda se celebraba el 30 de enero de 1853 en la catedral de Notre Dame; los novios llegaron en la carroza imperial que había conducido a Napoleón y a Josefina el día de su coronación. Eugenia de Montijo, ya emperatriz de Francia, le escribía a su hermana: "Ayer tarde nos casamos civilmente y dentro de dos horas voy a la iglesia… La ceremonia de ayer fue soberbia, pero estuve a punto de sentirme mala antes de entrar al salón donde hemos firmado. No puedo describirte, querida hermana, cuánto he sufrido durante tres cuartos de hora, sentada en un trono algo elevado frente a todo el mundo; estaba yo más pálida que los jazmines que llevaba en el tocado".
Los poetas de Granada felicitaron a la emperatriz con un ramillete poético, que firmaron Pedro Antonio de Alarcón, Enriqueta Lozano, Salvador de Salvador… La niña granadina que acababa de alcanzar un trono imperial, corresponde afectuosa a sus paisanos. Ha empezado a vivir un cuento de hadas, pero los cuentos de hadas están plagados de decepciones, la emperatriz, se siente sola. La fama inveterada de "casamentera" de su madre no es bien vista en la corte imperial. Tras la ceremonia, desapareció del lado de su hija. Su hermana languidece consumida por la tuberculosis. Cuando logran reunirse las dos en París, Paca estaba cerrando su testamento vital. Desde su residencia, en el Hotel Alba, en los Campos Elíseos solía pasear por el Bosque de Bolonia. El escritor granadino Pedro Antonio de Alarcón nos dejó de entonces, esta doliente visión: "La duquesa, elegante, bella, tendida en la calesa, pálida, muriente, labios y ojos entreabiertos, cual si respirase la luz y le faltase el aire para vivir".
La indumentaria ha conquistado, en todas las épocas, popularidad y frívola admiración hacia las personas que han seguido o impuesto modas, sustentando su personalidad, quizá inexistente, en su original forma de vestir. Uno de los títulos que se ganó Eugenia de Montijo fue el de Emperatriz de la moda. Eugenia dibujaba con gracia y soltura, desde sus tiempos adolescentes y a ella le gustaba diseñar sus propios figurines. El lujo de la corte de opereta del Segundo Imperio fue fastuoso. Hasta el punto que uno de los reproches que le hacían a la emperatriz era el inmoderado gasto en su indumentaria. Ella no lo ignoraba y solía confiar a sus amigos que solo en contadas ocasiones, la de su boda y el bautizo de su hijo, había gastado 2.500 francos por cada traje. Argumentaba que sus vestidos corrientes no solían rebasar los 1.500 francos.
Quizá estas cifras fueran ciertas, pero omitía que las sumas corrientes se multiplicaban hasta el infinito. Al emperador le estimulaba aquel despilfarro, pues el boato de la emperatriz daba esplendor al imperio. Para tener idea de la influencia que Eugenia de Montijo ejerció en la moda francesa, basta decir que puso en boga el que, tal vez, fuese su único defecto físico: sus estrechos y escurridos hombros. Las señoras de buena contextura violentaban la postura natural para imitar a la primera dama de Francia.
A la emperatriz Eugenia le quedaban por vivir experiencias de imborrable recuerdo, antes de que el cuento de hadas estallara en desventura y drama. La más importante, en 1857, con el nacimiento de su único hijo, Luis Eugenio, en un difícil parto que la puso en peligro de muerte, en presencia de la nobleza que, por ley, debían asistir al imperial evento. Y en 1869, la inauguración del Canal de Suez, grandiosa obra a la que había contribuido con tesón y constancia. El acontecimiento estuvo rodeado de esplendor y la emperatriz de Francia se ganó el reconocimiento universal.
En el trienio 1870 a 1873, tras la capitulación de Sudán, en la guerra franco-prusiana, llegó el derrumbamiento del régimen imperial. A principios de septiembre, una muchedumbre impresionante rodeaba las Tullerías. Hasta las habitaciones de la emperatriz llegaban airados gritos: "¡Muera la española! ¡Viva la República!". Eugenia pensaba en el destino de la reina María Antonieta. La emperatriz abdica y sale disfrazada de palacio para refugiarse en casa de su dentista. Días más tarde, parte para Chislehurst (Londres). El 8 de enero de 1873, moría el marido y el 1 de enero de 1879, fallecía su hijo, luchando bajo bandera inglesa contra los zulúes. En un viaje exhaustivo y peligroso, llegaba la madre a velar el cuerpo de su hijo, en una tienda de campaña.
La ex emperatriz se convierte en una sombra errante que pasea su tragedia por Europa. Granada figuró en dos ocasiones en sus itinerarios. Visitó la Ahambra y dejó constancia en el libro de oro, como Condesa de Pierrefonds, título que utilizaba en sus viajes. En la segunda ocasión estuvo en su casa natal, en la calle de Gracia, donde pudo ver el azulejo que recordaba la peripecia de su nacimiento.
En 1914, al estallar la Primera Guerra Mundial, Eugenia de Montijo regresó a Inglaterra, transformando su residencia de Farngorough en hospital de sangre, al cual, cumplidos ya sus 88 años, consagrará sus energías.
Eugenia de Montijo moría en Madrid, en el palacio de Liria, el 10 de julio de 1919. Fue enterrada junto a su hijo y su marido, en Farnborough (Londres). Como mujer, su vida la habían alumbrado esplendorosas vivencias de gran magnitud e intensidad, barridos por las borrascas más asoladoras, en primer lugar, como madre, la muerte de su hijo, a los 22 años.
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