Granada

Una tonadillera en el Madrid de Goya

  • En 1776, desde su Motril natal irrumpió en la Corte y allí, en los teatros, captó a un público que cantaba sus agudas tonadillas e imitaba sus sombreros · A los 34 años, el sermón de un fraile trastocó su vida · Dejó el teatro y murió con fama de beata

El nombre de María Antonia La Caramba ha llegado hasta nuestros días envuelto en la leyenda. Una leyenda, con frecuencia explotada desde un prisma de frivolidad: escándalos, desplantes, burlas y modos de vida y modas suntuarias, impuestas por la exuberante presencia y la imaginación de María Antonia. Moda asimilada de inmediato por su fervoroso público de la cazuela (localidad femenina separada de los hombres, en los Corrales, los teatros de la época) y, lo que era más chocante, por la aristocracia. El propio Goya, el más rotundo cronista plástico de la época, no dudó en pintar el tocado de la tonadillera motrileña, en la cabeza de sus majas.

María Antonia poseyó el don de la fascinación y lo ejerció desde los escenarios de la Cruz y del Príncipe, y también en el escenario más dilatado del Paseo del Prado, escaparate social del Madrid de Carlos III. Pero más allá de modas y excentricidades, existía otra dimensión: la de la mujer toda instinto, comprometida con su arte de gran tonadillera, en un tiempo ajeno a las reivindicaciones feministas. Este talante se ha escamoteado, en ocasiones, en las obras inspiradas en su vida, tanto en el teatro como en el cine. María Antonia, con sus recursos interpretativos hizo de la tonadilla un arma arrojadiza contra las corrientes y modas foráneas, a pesar de la persecución de los censores. Su protesta, en singular expresión lírica, calaba en el público de los corrales que veía reflejados públicamente los acuciantes problemas sociales. Esta fue la razón para que la memoria popular no relegase al olvido a la genial tonadillera.

Las versiones de su joven vida hasta que llegó a Madrid, desde su Motril natal (9 de marzo de 1750), entran de lleno en las corrientes romántica y pintoresca de amores y aventuras pasionales, con raptos y huidas con una compañía de cómicos de la legua, con debut en Cádiz. Después actuó en Zaragoza, hasta su presentación en Madrid, en la temporada teatral de 1776-1777, en el marco del coliseo de la Cruz a las órdenes del autor Manuel Martínez. Desde su aparición en el escenario fue bien acogida por el público, algo decisivo, pues de su agrado o descontento dependían las temidas gritas o bullas y la caída del cartel de la debutante.

La tonadilla y el sainete fueron las dos piezas teatrales menores, de enorme éxito en la segunda mitad del siglo XVIII. Se desarrollaban en el intermedio y final de las representaciones. Su objetivo era distraer al público, al que enardecían estos populares géneros. Aquel entusiasmo no estaba exento de oposición, ante la influencia del extranjerismo que se enseñoreaba de la escena. El debut de María Antonia en la Corte fue con la tonadilla La Caramba, con solo de violines y trompetas, fechada en Zaragoza en 1776. Representaba a una maja que se resistía al insinuante cortejo de un petimetre, y ella le respondía expresivamente: "Usted quiere... ¡Caramba! ¡Caramba!". Aquel estribillo, tan gráficamente expresado, corrió pronto por el Madrid chusco y con él la intérprete acuñaba su nombre de guerra: La Caramba. Su fama saltó del teatro al Paseo del Prado. Sus extravagantes atuendos y la gracia con que los lucía le granjearon la admiración femenina que copiaba sus trajes, adornos y joyas. Un día apareció tocada con una gran moña de brillantes colores, que se ponía sobre la cofia. Las mujeres empezaron a imitar aquel adorno personal de la tonadillera y lo bautizaron con su sobrenombre: "Caramba". Del inusitado furor que causó el tocado se hizo eco José Cadalso, en sus Anales de cinco días. Goya inmortalizó el tocado en la cabeza de sus majas y las damas aristocráticas no desdeñaron lucirla. Gaspar Melchor de Jovellanos reprochó, en la primera de sus sátiras dirigidas a Arnesto, la emulación por las damas de la Corte, de las majas de "trueno y rascamoño". El teatro, como una gacetilla curiosa, informaba y satirizaba noticias y acontecimientos en chispeantes sainetes y tonadillas. El compositor Pablo Esteve escribió para La Caramba la tonadilla Los duendecillos, alusiva al revuelo suscitado. María Antonia se declaraba reformadora del gremio majo: "... "La Caramba/ ha hecho iguales/ majas y usías".

En 1781, tras una boda sonada, con un hombre de posibles -el recibo de su dote arrojaba un valor de 165.233 reales de vellón-, María Antonia reaparecía en el Teatro del Príncipe, bella y suntuosa, ya separada del marido, tras cinco semanas de matrimonio, en la tonadilla Garrido de luto por La Caramba. Garrido era su compañero artístico, uno de los cómicos más célebres de su tiempo. Al decir del compositor Felipe Pedrell, la tonadilla era una joya en su género, sugería "...el ambiente musical que se respira en el Orfeo de Gluck, recién estrenado en 1781 para la escena francesa".

La artista protagonizaba su efímera experiencia conyugal, con intención y gracia, poniendo en evidencia su arte interpretativo y la calidad excelsa de su voz. Sus críticas y sátiras desde el escenario, eran acogidas por un entregado y regocijado público, pero en contrapartida le acarreaban denuncias y persecuciones, como las de las duquesas de Alba y de Benavente, al poner en solfa sus amores con los toreros Costillares y Pedro Romero. El suceso, dada la popularidad de las aristócratas, traspasó los linderos de la Villa y Corte, según escribió Tomás de Iriarte. Entonces, María Antonia era una mujer de 28 años, bella, pródiga y segura en aquellos escenarios de su apoteosis que tenía por trono.

En 1785, La Caramba tenía 34 años, y seguía instalada en el pedestal conquistado desde su debut en Madrid. En tiempos de Cuaresma quedaban suspendidas las representaciones. Fue durante este tiempo de penitencia, cuando acaeció su asombrosa metamorfosis psicológica. Sucedió una tarde cuando la tonadillera se dirigía al Paseo del Prado. La lluvia la hizo refugiarse en el convento de Capuchinos de San Francisco del Prado. En el púlpito, un fraile exhortaba a los feligreses al arrepentimiento de sus pecados para salvar su alma. Y aquel, al parecer, terrorífico sermón, llenó su alma de temores y arrepentimiento. Volvió a su casa con el convencimiento de dejar el teatro. Empieza entonces una vida de mortificaciones que debilitan su cuerpo hasta la decrepitud y enfermedad. A esta clase de vida sobrevive dos años. En mayo de 1787 hace testamento y fallece al mes siguiente, convertida en la beata María Antonia, tal como a su muerte enunciaban las octavas de los ciegos copleros de Madrid:

"Vida de escándalo y muerte ejemplar de la cómica María Antonia Fernández, La Caramba".

"La maja que dio más escándalo en el Prado, con sus extravagantes modas".

"Relación y curioso romance de la conversión de la nueva Egipciaca".

La Caramba de nuevo era actualidad. Su nombre revoloteó por tertulias, botillerías, figones y bodegoncillos. Para sus fans sería siempre La Caramba y para sus apologistas la beata María Antonia.

El poder que esta mujer había ejercido en los espectadores parecía sobrevivirla. Composiciones en todas las métricas "…cantan en verso de arte mayor los elogios de la señora Mariquita Fernández, La Caramba", comentaba la prensa. Su leyenda voló de la tonadilla, al teatro y después al cine. De Luis Fernández Ardavin y Moreno Torroba es la zarzuela La Caramba (1942), y Arturo Ruiz Castillo, dirigió la película María Antonia, la Caramba, con los actores Francisco Rabal, Antoñita Colomé y Alfredo Mayo, con música de Quintero, León y Quiroga (1953) y la gran Conchita Piquer, le rindió homenaje en una de sus más bellas tonadillas:

La Caramba era una rosa

Cuando vino de Motril

A sentar plaza de maja

A la villa de Madrid

¡Viva el salero; que viva!

¡Viva la Alhambra!

Y ¡vivan los ojos negros,

negros, negritos,

de la Caramba!

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