Un viaje a Málaga por los Montes

Un viaje a Málaga por los Montes

23 de agosto 2008 - 01:00

LO que hoy es un paseo, en el año de nuestro primer veraneo eran muchas horas de viaje,con almuerzo y gaseosa La Pitusa en las bolsas del viajero.Tener madre malagueña nos regaló de pequeños vacaciones de tres meses,verano tras verano, en la casa de las tías, tías abuelas, primos y amigos de la niñez, esas amistades que se hacían en la calle y todavía, mil años después, no has olvidado sus caras.El primer viaje que recuerdo, ya con cinco años de vida,empezó mucho antes del día de la partida. El bañador de lunares, de tela como un vestido,me lo hicieron en Granada, con prueba y algún retoque y, claro, exclusivo para Málaga, porque en Granada, por esos años, no había piscinas, salvo los Baños de Don Simeón, por los que -ignoraba las causas- no nos dejaban pasar los padres ni por la puerta. Sólo el día del año en que los 'granaínos' íbamos al río en tranvía necesitábamos bañador -quién lo tuviera- que las enaguas y calzoncillos hacían las veces de forma inovidable.

Las maletas y bolsas de comida eran grandes y pesadas y la partida en taxi fue contemplada, con cierta vergüenza por mi parte, por todos los niños del barrio. Salimos por la mañana,con desayuno prudente, que por aquellos entonces la carretera de Los Montes nos hacía echar varias veces lo comido y no comido a los niños y mayores. La Alsina estaba llena desde mucho tiempo antes de la salida y poner los equipajes en la baca ya era, para los niños,un viaje aventurero. Bultos con forma de colchón, animalillos en jaulas, las muletas de un viajero, algún mueble desconchado.Todo arriba, con los acróbatas-mozos que con una soga gorda ataban nuestras pobrezas con seguridad de héroes.

Mientras, los dueños de los atillos ocupábamos los asientos y algún tardón o enchufado se sentaba en un sillín abatible que se abría en el pasillo. El objeto del deseo era el asiento del cobrador, al lado del conductor y equipado con los paquetillos de billetes de colores,que nos daba a los viajeros dependiendo del destino. Nombres nuevos para mí, de los pueblos con parada, que debían de ser miles, porque no dejábamos de parar, no ya en los pueblos, sino en las fuentes fresquitas y naturales que, pobres de nosotros, ya no quedan ni en el recuerdo. En Colmenar parábamos a comer, el que llevara, y nada de merendero ni bares de carretera: allí, sentados en una piedra o en el suelo, lo más cerca de una fuente fresquita e inolvidable, donde los niños empezábamos metiendo los brazos hasta que llegaba la regañina por el remojón completo. Aunque, si me mareaba, mi madre me dejaba echarme toda el agua que quisiera. En ese viaje, yo recuerdo que el cobrador regó con dos o tres cubos el suelo del autobús mientras nos bajamos todos en una de las paradas.

Ya con cinco o seis horas encima, dormidos, mareados, regañados y felices, en la curva con los troncos de los árboles pintados de blanco se nos aparecía Málaga. Málaga y el mar. El olor a jazmín y la luz tan distinta de Granada. La euforia nos confundía, todavía quedaba rato para llegar a la parada y, mucho más, para ponerme el bañador de lunares.

Los coches de caballos esperaban la llegada de la Alsina de Granada y muy, muy cerca, estaba nuestro destino, la Plaza de la Merced, con el suelo de tierra y las casonas con patios donde otras niñas, hablando tan diferente, jugaron y yo con ellas con la pelota y la cuerda, a la rayuela y corriendo como los niños, tratando de no ensuciarnos los vestidillos de tarde con lacitos imposibles. Las tías, tías abuelas, primas, primos y vecinos nos abrazaban como sólo los malagueños sabían hacerlo,con risas y con ruidos en los que la tierra del chavico los divertía especialmente. Eran los tiempos gloriosos en que los boquerones competían con nosotros y mis tías me amenazaban con traerse la Universidad a Málaga para dejarnos sin nada.

En mi familia malagueña no quedó un solo hombre después de la guerra, por lo que estaba compuesta de cantidad de mujeres viviendo todas muy cerca, en casas con patios llenos de flores y olor a galán de noche y a biznaga recién hecha. Me llevaban a los cines de verano, a los jardines frondosos llenos de flores y patos, al parque de los loros, al de los monos... Y mejor no preguntar por qué en Granada no había esas cosas tan bonitas, que soltaban lo de la tierra del chavico y se morían de risa. "Mamá ¿es malo ser la tierra del chavico?". Y la risa de mi madre,malagueña al fin,como respuesta. Tomar los baños de mar era, incluso, por motivos de salud. Los niños no nos resfriábamos en invierno si nos pasábamos el verano en los Baños del Carmen, un rato de baño, luego a la orilla, despues de la barraquera por no quererte salir, y a jugar con un cubillo de arena que aún conservo. La comida ya en la casa, que había que guardar tres horas, al menos, para hacer la digestión si no queríamos morirnos. Paseos por El Limonar, con cantidad de extranjeros rubios y extraños para nosotros y tan integrados ya en el mundo malagueño. Y las cenas en El Palo, donde los pescadores llegaban al atardecer con los barquitos repletos y en sus casillas abiertas nos preparaban moragas, espetos, pulpos y ya apuntaban sus exquisitas frituras, que aún hoy, con El Palo destruido, El Limonar lleno de bloques y Los Baños del Carmen en ruinas permanecen en mi vida.

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