El yerno independentista

El protagonista de esta historia es un granadino que emigró a Barcelona con 18 años

Su hija ya no le habla pero él se siente satisfecho por haber impedido que delante de sus narices ultrajaran la bandera de España

Manifestantes en la última Diada. / Susanna Sáez
Andrés Cárdenas

15 de octubre 2017 - 02:35

Esta es una historia muy parecida a la que contó Manuel Vicent sobre aquel hombre de izquierdas que había sido muy tolerante con sus hijos y al final se liberó de todos sus traumas cuando le pegó una bofetada a su hija y echó de su casa a la pandilla de insurrectos que había osado cogerle un disco de Mozart. "¡No pongas tus sucias manos sobre Mozart!", le gritó a su hija. Mi historia la protagoniza un amigo mío, un granadino que emigró a Cataluña hace cuarenta años y el otro día le partió la nariz a su yerno independentista porque quería quemar una bandera española. Su hija no le habla, pero él cree que lo que hizo es lo menos que podía hacer. Se siente satisfecho por haber impedido que delante de sus narices ultrajaran el símbolo de España. Ahora él, como el protagonista de Vicent, también se siente liberado.

Mi amigo se fue a Cataluña con 18 años. Es de un pueblo del cinturón de Granada, donde trabajó como peón de albañil en una empresa de construcción. En Cataluña comenzó a trabajar de camarero en un bar de Barcelona. Gracias a su tesón, esfuerzo y una pizca de suerte, por qué no decirlo (le tocó un buen pellizco en la lotería), pudo al poco tiempo comprar un local y montar un restaurante que poco a poco fue creciendo en popularidad y clientela. Entre tanto se casó con una chica de un pueblo de Jaén, emigrante como él, que había sido compañera de curro. Al poco tiempo tuvo una hija. Hubiera querido tener más descendencia pero su mujer pasó por un episodio médico que la dejó estéril.

Llevaba con resignación que su hija y su yerno se hubieran convertido en acérrimos separatistas

En la casa de mi amigo siempre se hablaba en castellano y él hizo lo posible por inculcar a su hija ese amor por la tierra que vio nacer a sus padres. Pero ¡ay!, ahora se da cuenta de que falló en el intento. Por lo pronto la hija comenzó a responder siempre en catalán las preguntas que le hacían sus progenitores. Ella aducía que en el instituto le prohibían hablar en castellano. Al entrar en la Universidad la niña se ennovió con un chico que estudiaba empresariales. Al poco tiempo se casó y mi amigo echó la casa por la ventana para que su hija tuviera la mejor boda. Pero las relaciones fueron torciéndose cuando comprobó que tanto su hija como su yerno se habían convertido en unos acérrimos separatistas. Sobrellevaba con resignada sumisión que su yerno le llamara en plan de chanza charnego y le conminara constantemente a que hablara en catalán. Pero es que en su negocio igualmente tenía a varios empleados secesionistas que no toleraban que en su despacho tuviera una bandera española y que no permitiera que en las reuniones de empresa se hablara en catalán. Se daba cuenta que sus propios trabajadores lo miraban mal por este motivo y muchos cumplían a regañadientes con sus labor por tener un jefe partidario de la España que les estaba robando. Las relaciones con su hija y su yerno fueron empeorando con el tiempo. El yerno se quedó en el paro y mi amigo le ofreció un puesto en su negocio. Él se negó diciendo que no había estado estudiando cinco años para acabar sirviendo mesas en un restaurante. El joven matrimonio subsistía gracias a los generosos donativos que le daba mi amigo. Pero todo eso, por lo visto, no era suficiente. Las conversaciones en torno al independentismo se convirtieron en un tema tabú, entre otras cosas porque siempre terminaban en bronca familiar. Este amigo no comprendía por qué había llegado a tal extremo el asunto del independentismo en la hermosa tierra que le acogió, una cuestión que estaba poniendo distantes a familiares y amigos de toda la vida.

El protagonista de mi historia, que es tan real como cierta, tenía un chalet en la Costa Brava que utilizaban de vez en cuando su hija, su yerno y sus amigotes para hacer barbacoas en las que todos hablaban del deseo común de que Cataluña fuera algún día una república independiente. Aquellos jovenzuelos separatistas arrasaban con todo lo que había en el frigorífico, se bebían toda la cerveza Alhambra 1925 que mi amigo compraba en grandes lotes a un mayorista y brindaban por la independencia con el cava almacenado en la bodega. Mi amigo todo lo aguantaba con cierta paciencia porque al fin y al cabo era la única hija que tenía y no quería estar mal con ella.

Pero el 22 de septiembre pasado fue un día histórico para este amigo mío, un pequeño empresario granadino que emigró hace años a Cataluña. Le dijo a su mujer que irían a pasar el fin de semana al chalet de la costa. Llegaron de noche y se encontraron con la sorpresa de que estaba ocupado por su hija y una decena de amigos separatistas que habían recalado allí a celebrar el éxito de una manifestación en la que habían pedido que Cataluña fuera una nación soberana. Algunos de aquellos jóvenes iban con esteladas en las espaldas y se arremolinaban en torno a una mesa en la que había viandas extraídas de la nevera de mi amigo. Pero es que en un momento dado vio a su yerno con ostentosas trazas de beodo que intentaba pegar fuego a un monigote de paja que había adornado con una bandera de España. Ya no pudo aguantar más. Mi amigo no sabe explicar bien qué dispositivo le hizo saltar. Se fue hacia el esposo de su hija y le pegó un rotundo puñetazo en la cara. Después cogió un palo y se lio a golpes con todos. Los echó de su chalet de mala manera y oyó a su hija decirle a gritos que lo odiaba con toda su alma mientras cogía a su marido y lo sacaba de allí con la nariz ensangrentada. Como el protagonista del cuento de Vicent, mi amigo aquella noche se sintió totalmente liberado.

En cuanto a su hija y su yerno, desde entonces no ha intercambiado ni una palabra con ellos. Su mujer le pide con cierta regularidad que entierre el hacha de guerra y que hable con su hija, pero él se niega rotundamente. Está seguro en que tanto su única heredera como su yerno entrarán un día en su casa con la cabeza gacha y le pedirán perdón por lo sucedido, sobre todo cuando se enteren de que harto de la presión que sufre por parte de sus propios trabajadores ha puesto en venta el negocio y le han ofrecido por él cuatro millones de euros. Si lo sabrá él.

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