El gran error que incendió y está destruyendo Oriente Medio (1)
Guerra de Gaza. Análisis histórico
Tribuna. El autor sostiene que las matanzas en la Franja de Gaza son consecuencias de la estrategia que Israel ha aplicado desde su fundación. El próximo domingo se publicará la segunda parte.
Sin duda que fue una matanza brutal el ataque del 7 de octubre de 2023 que perpetraron el brazo armado de Hamás junto con media docena de milicias palestinas, entre las que se encontraban la Yihad Islámica. Asesinaron a 1.139 personas y secuestraron otras 254, la mayoría de nacionalidad israelí.
En la locura que es este conflicto israelí-palestino, se debe tener en cuenta que los sionistas han convertido Gaza desde hace décadas en un campo de concentración. Los palestinos viven en un infierno que cada día se agrava con la complicidad de los EEUU. Y en cierta medida con la aceptación de Europa, aunque haya algunos líderes europeos que tratan de salvar su reputación con el reconocimiento de un Estado Palestino, a pesar de que no existe ninguna posibilidad real de que se consolide. Conviene no olvidar que Europa en los comienzos del siglo XX fue quien dio el visto bueno de la creación de un Estado israelí en Palestina. Absurdamente no se creó a continuación un Estado palestino al mismo tiempo.
La principal incógnita del 7 de octubre radica en cómo fue posible que Hamás hiciera un ataque de tal envergadura, sin que los servicios secretos de Israel lo detectaran. El 30 de noviembre en The New York Times se publicó un artículo escrito por Ronen Bergman y Adam Goldman, en el que se decía que tanto los responsables militares como los servicios de inteligencia de Israel disponían de un informe de más de 40 páginas sobre un posible ataque de Hamás, que luego se llevó a la práctica. También habían advertido sobre esta posibilidad los servicios secretos norteamericanos y los egipcios. Al parecer, las autoridades israelíes desestimaron ese ataque porque entendían que Hamás no tenía los recursos militares suficientes y que no estaba interesada en una escalada militar con Israel. Cuesta creerlo.
Inmediatamente después del ataque, el Gobierno israelí invocó su derecho a la autodefensa. El apoyo unánime a Israel por parte de Occidente fue interpretado por las autoridades israelíes como una luz verde para lanzar un ataque sin precedentes. Yoav Galant, ministro de Defensa, decretó un completo asedio de la Franja de Gaza en el que "no habrá electricidad ni alimentos ni combustible porque estamos luchando contra animales humanos y actuaremos en consecuencia". En las semanas siguientes quedó en evidencia que el objetivo del Gobierno israelí no era únicamente derrotar a Hamás sino también destruir todas las infraestructuras civiles de la Franja de Gaza para hacerla del todo inhabitable para sus 2,3 millones de habitantes. No hay duda de que lo han conseguido.
La gran mayoría de estas afirmaciones vienen recogidas en uno de los pocos libros que se pueden leer en español sobre Palestina, en concreto, Gaza, crónica de una Nakba anunciada, escrito por Ignacio Álvarez-Ossorio y José Abu-Tarbush.
La tragedia actual de Palestina no es un accidente, es una estrategia de 100 años"
Por más que Israel trate de encontrar todo tipo de excusas, es inconcebible que los judíos, uno de los grandes pueblos de la historia, con una memoria marcada por la persecución y el Holocausto, haya llegado a ejecutar la masacre de Palestina. Hoy día Gaza son ruinas y cenizas, algo que el mundo no podrá olvidar jamás. Esa es la herida insoportable de nuestra época. Netanyahu y su Gobierno no sólo han matado miles de palestinos inocentes, sin límite alguno; han destruido también la dignidad y la historia de su propio pueblo, arrastrando a Israel hacia un callejón de violencia perpetua y desprestigio moral.
Era una tragedia anunciada. Estaba escrita desde hace más de un siglo cuando Theodor Herzl publicó en 1896 El Estado Judío. Con este opúsculo surgió y se consolidó la obsesión de que los judíos tuvieran un hogar nacional en Palestina, olvidando su lado oscuro: "La novia era hermosa, pero estaba casada con otro". Esa frase contenía las semillas de la destrucción: la utopía de un pueblo que buscaba refugio frente a la realidad de otro pueblo que habitaba ya esa tierra.
A la ilusión se sumó la codicia. Bajo las arenas de Oriente Medio yacía el petróleo, Mamón, el dios moderno de Occidente. Cuando las potencias occidentales descubren riqueza dejan de ser civilizadas y se convierten en ángeles exterminadores. Así ocurrió con el oro y la plata de América Latina, y así ocurre hoy en Gaza. Lo religioso y lo económico, Dios y Mamón, han enloquecido a imperios, reinos y repúblicas. La historia de Oriente Medio no puede entenderse sin este doble motor de fanatismo y codicia. Para colmo de males parece ser que en estos últimos años se han descubierto grandes reservas de gas natural en aguas territoriales palestinas, lo que permitiría elevar, sensiblemente, el nivel de vida de los gazatíes. Pero cuesta creer que los israelíes les permitan beneficiarse de las mismas; al revés, es un atractivo más para vaciar Gaza de árabes nativos. Hasta los años de 1970 las grandes empresas occidentales "las siete hermanas" controlaban el 85% del petróleo de la región. Los países árabes recibían una mínima parte de los ingresos.
El Imperio Británico es un buen ejemplo. Durante la Primera Guerra Mundial prometió a los pueblos árabes la independencia, si se alzaban contra el Imperio otomano. El Sharif Hussein de La Meca creyó esas promesas, que se reforzaban en la correspondencia con sir Henry McMahon. Pero a la vez, en secreto, Londres y París firmaban el acuerdo Sykes–Picot, repartiéndose las provincias árabes como botín colonial. Tras la guerra, los árabes fueron traicionados: en lugar de independencia, llegaron mandatos, particiones y fronteras artificiales. Lord Curzon, que conocía bien Oriente como gran procónsul británico, advirtió que la creación de un Estado judío era una locura. Se preguntaba qué iba a pasar con los nativos, con esa población palestina ignorada en todos los planes europeos. Su lucidez no impidió que el 2 de noviembre de 1917 Arthur Balfour enviara la famosa carta prometiendo un hogar judío en Palestina. La Declaración Balfour fue una pieza maestra del cinismo colonial: con una mano se prometía una patria a un pueblo sin tierra, con la otra se condenaba al olvido a un pueblo con tierra. Muchos han sido los daños que los grandes imperios han causado en los últimos siglos a la humanidad, y en este caso fue Inglaterra la responsable. Con razón el poeta español León Felipe decía que era la gran raposa avarienta.
No todos los judíos que emigraban a Israel tenían la intención de dominar a los nativos. Muchos de ellos pensaban que podían convivir y desarrollar el país de forma beneficiosa para ambos pueblos. Pero la idea de crear un Estado judío era un despropósito de tal calibre que no tenía, en el fondo, solución ninguna. En estos dilemas, al final siempre vencen los radicales que no están dispuestos a hacer concesiones. Y eso fue lo que sucedió. Por otra parte, la gran mayoría de los vencedores llegados despreciaban a los nativos de la región, e incluso a los ingleses si se oponían a sus deseos y ambiciones. Finalmente se impuso la línea más dura. Basta conocer, por ejemplo, las opiniones de Israel Zangwill, autor de un famoso libro, en 1892, Los hijos del ghetto. Este escritor fue uno de los primeros sionistas en popularizar la idea de que Palestina era “una tierra sin pueblo que debía pertenecer a un pueblo sin tierra”; pero pronto fue consciente de que aquella tierra sí estaba habitada. Y entonces dio un giro brutal en su pensamiento: sostuvo que ninguna colonización podía triunfar sin recurrir a la fuerza.
Por aquellos años, alrededor de 1930, la comunidad judía y la árabe se convirtieron en movimientos de liberación nacional enfrentados directamente el uno contra el otro. Hubo muchos muertos entre las dos partes. Era evidente que nada iba a funcionar: En su furor destructivo, la organización terrorista israelí Irgún Tzvaí Leumí atentó incluso contra el hotel King David, sede de la Comandancia Militar del Mandato Británico de Palestina. Allí murieron, el 22 de julio de 1946, 92 militares ingleses que, en el fondo, habían hecho posible el que pudiera existir el Estado de Israel. Poco tiempo después, en el año 1948, se produjo lo que los israelíes llamaron la Guerra de la Independencia, y los árabes La Nakba (La Catástrofe). En este contexto era imposible que los nativos tuvieran alguna opción. Se enfrentaban a un pueblo mejor preparado y con mayor armamento, además que los apoyaba Europa. Ilan Pappé en su rigurosa obra llamada "La limpieza étnica de Palestina", nos dice: "Cientos de miles de palestinos fueron obligados a punta de fusil a abandonar sus tierras, sus bienes y sus hogares. Hubo matanzas de civiles como la de Deir, Jassim y cientos de poblaciones fueron destruidas deliberadamente".
Fue la primera gran fase de la masacre palestina.
David Ben-Gurión (primer Primer Ministro del Estado de Israel en 1949) se convirtió en el brazo ejecutor de la implacable política que daría la victoria a los sionistas. Avi Shlaim en su riguroso libro El muro de hierro, nos dice que la razón que impidió que se pasara de los acuerdos de armisticio a acuerdos contractuales de paz fue la inflexibilidad de Ben-Gurión, que consideraba que el tiempo jugaba a favor de Israel. Por eso rechazó las iniciativas de paz por parte de los árabes, entre ellas las del rey Faruk de Egipto.
En 1923, Zeev Jabotinsky publicó un ensayo donde afirmaba que los árabes jamás aceptarían la colonización judía, y por tanto la única solución era dominarlos por la fuerza. Los judíos decían, debían avanzar bajo la protección de bayonetas y soldados, hasta que los árabes se resignaran. La doctrina dejó de ser teoría para convertirse en una realidad y ejercitar una política de hechos consumados: Ocupar más, retroceder nunca, negociar solo en apariencia, aplastar cualquier resistencia. La tragedia actual de Palestina no es un accidente, es la consecuencia de una estrategia pensada desde hace muchos años y del desprecio de los árabes por las potencias occidentales.
El mundo colonial alimentó esa lógica. Chomsky recuerda en El nuevo orden mundial y el viejo que, en 1919, tras la guerra, el alto mando británico pidió permiso para usar gas contra las tribus rebeldes. Churchill respondió: "Soy un ferviente partidario del uso de gas venenoso contra tribus incivilizadas". Esta frase brutal explica en parte por qué Oriente Medio fue tratado como laboratorio de violencia.
Israel ayudó a impulsar en su momento a Hamás para debilitar a Arafat"
A esa historia se sumó la codicia del petróleo. Las compañías occidentales se repartieron los pozos como antaño los conquistadores europeos de América. Controlar el petróleo significaba controlar el mundo. En Irán, el Sha de Persia se convirtió en pieza clave de ese engranaje. Prooccidental, aliado de Washington, impulsó el mayor programa de rearme de la región, firmando acuerdos multimillonarios con Estados Unidos. Ese rearme preocupó a Israel, que temía que este páis se convirtiera en una gran fuerza militar. La caída del Sha no fue solo fruto de su despotismo interno, sino también de maniobras occidentales que vieron en él un riesgo. La revolución que llevó a Jomeini al poder fue un error histórico de proporciones incalculables: abrió la puerta al islamismo político como actor central en la región, transformó Irán en enemigo perpetuo de Occidente y ofreció a Israel una justificación para presentarse como bastión frente al islamismo radical.
Desde entonces, el guion ha sido el mismo: extremismos que se alimentan mutuamente. Israel, en su momento, ayudó a impulsar a Hamás para debilitar a Arafat y dividir al movimiento palestino. Todo se volvió incontrolable, pero el objetivo inicial estaba cumplido: debilitar la resistencia palestina. Esa espiral ha hecho que hoy la violencia parezca inevitable, que cada acto de barbarie justifique el siguiente.
Jerónimo Páez es abogado y editor.
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