Toro salvaje: entre el ring y la cocina
Salir al cine
Mañana se reestrena en salas escogidas la nueva copia remasterizada en 4K de uno de los grandes filmes del cine norteamericano dirigido por Martin Scorsese y protagonizado por Robert de Niro.
Cuando llegamos a la Facultad de Ciencias de la Información en octubre del 89 ávidos de ver todo el cine posible, Toro salvaje (1980) era ya una de esas películas míticas para cualquier estudiante de mi generación. Apenas nueve años después de su estreno, figuraba ya en el panteón de los clásicos modernos del cine norteamericano (hoy está en el puesto 24 del American Film Institute y el 129 de la revista Sight & Sound) y Scorsese era el autor de referencia y el modelo a imitar para muchos de nosotros.
No sabíamos entonces que la película ni siquiera había ganado el Oscar (se lo arrebató Gente corriente, de Robert Redford), aunque sí conocíamos de memoria los 27 kilos que tuvo que engordar Robert De Niro, este sí premiado con la estatuilla, para interpretar al campeón de los pesos medianos Jake LaMotta (1922-2017) en sus años de decadencia. También andábamos deslumbrados, cómo no estarlo, por su puesta en escena, sus movimientos de cámara, el blanco y negro de Michael Chapman, su sonido, sus músicas de ópera italiana (Cavalleria rusticana de Mascagni) sobre imágenes a cámara lenta o el montaje eisensteniano de Thelma Shoonmaker en aquellas peleas cuya violencia y heridas abiertas casi nos salpicaban al otro lado de la pantalla, escenas filmadas como nunca antes, desde ángulos insólitos, en movimientos audaces y cortes más veloces de lo que el ojo podía seguir.
34 años después, volvemos a Toro salvaje en la nueva copia remasterizada en 4K que va a circular por las salas españolas a partir de mañana gracias a la distribuidora Lost & Found, y no nos interesan ya tanto esos momentos de combate como esa otra violencia mucho más tensa y doméstica que se cuece en las escenas de interior, familia, cocina y salón que por entonces sólo eran para nosotros una transición o tiempo de espera hasta el siguiente y furioso combate en la escalada por el cinturón dorado de campeón.
Porque la violencia en Toro salvaje no conoce descanso, tan sólo mutaciones y variaciones, como tampoco lo hacen la neurosis y los celos obsesivos de un personaje atrapado por sus propios fantasmas y su condición italoamericana. Incapaz de comunicarse y escuchar más allá de su cabeza, Jake LaMotta se devora a sí mismo en su paranoia, en la creencia de que todos le engañan y conspiran contra él, incluido su propio hermano y escudero, al que Joe Pesci prestaba ya entonces esa furia siempre a punto de salir de un cuerpo pequeño y un aspecto risible. Una joven Cathy Moriarty interpretaba a la mujer idealizada que acaba convirtiéndose en un pájaro enjaulado y en saco de golpes durante los dilatados periodos en los que nuestro boxeador no pelea, se abandona y espera una nueva oportunidad que, a tenor de su carácter problemático, su falta de empatía y su sed sanguinaria, se hace cada vez más difícil.
El guion de Paul Schrader, que repetía con Scorsese tras Taxi driver, insiste en esa idea de que la violencia en Toro salvaje nunca se termina, como si el único lenguaje posible para LaMotta fuera el de los golpes, la sospecha y la tensión constante en su creciente solipsismo. Mientras tanto, Scorsese traza de primera mano y entre ecos de Kazan el perfecto mapa de la vida familiar y las costumbres de esa comunidad italoamericana de barrio en la que él mismo se había criado: los apartamentos diminutos del Bronx, la decoración con motivos religiosos, las conversaciones familiares a la mesa en la cocina, las ventanas abiertas por las que se cuela la calle y el vecindario, esa sensación de límite dentro de unas coordenadas culturales y morales que chocan con las dinámicas económicas y corruptas del mundo del espectáculo.
Atrapado entre esos dos ámbitos, víctima de sí mismo y su carácter, prisionero de su cabeza y de sus puños (la escena en prisión es memorable), LaMotta es uno de esos grandes antihéroes del cine americano moderno al que el filme no puede salvar de su tormento, ni siquiera cuando, ya en su retiro, golpea al aire ante el espejo o se aprende de memoria a Shakespeare para citarlo entre chistes en los shows nocturnos donde su cuerpo desbordado y su cara hinchada por los golpes de la vida siguen siendo el centro del show.
Los caballos retozan al amanecer
Doce largos y dos cortos avalan ya la relación entre Pedro Almodóvar y el compositor Alberto Iglesias como una de las más singulares e importantes del cine contemporáneo. Si hasta ahora el donostiarra había modelado un lenguaje netamente almodovariano en su tránsito por lo melódico y lo popular filtrados por su sensibilidad contemporánea, Extraña forma de vida le ofrece por primera en su carrera la posibilidad de recrear y reescribir la música y el sonido del western. Y lo hace mirando directamente a las fuentes clásicas, a ese sonido orquestal y coral que remite a las canciones de los pioneros (Ford) y a la deriva más melodramática (Ray) y northiana del género, antes que a la épica o la iconoclastia del Morricone del spaghetti western, tal y como podría haberse esperado a priori.
Una hermosa, elegante y ralentizada balada para orquesta y coro (Los caballos retozan al amanecer) preside un score de apenas 15 minutos donde los guiños folclóricos (En una bodega mejicana) o la tensión dramática propia del duelo a pistola (El hijo asesino) dejan hueco para que suene el fado de Amália Rodrigues que da nombre al filme en la voz de Caetano Veloso. Impecablemente ejecutada por la orquesta de Isobel Griffiths y London Voices, la banda sonora cuenta con una edición discográfica limitada en el sello habitual Quartet Records.
El estreno de la semana: ‘Secaderos’
La granadina Rocío Mesa debuta en el largo de ficción regresando a casa desde Los Ángeles, donde reside y programa el festival La Ola dedicado al último cine español independiente, para reconciliarse con sus raíces y su adolescencia en los contornos de la Vega y sus secaderos de tabaco con esta historia de iniciación o ‘coming of age’ donde los cuentos infantiles (y sus criaturas mágicas) y el deseo de emancipación y escapada conviven en un mismo paisaje en plena mutación.
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