Para allá va, Manitú

Sánchez Dragó se vio como un hombre espiritual, pero hay que reivindicarlo como un destacado surrealista español

Fernando Sánchez Dragó.
Fernando Sánchez Dragó. / DS
Luis Sánchez-Moliní

11 de abril 2023 - 00:01

CUANDO saltó la noticia de la muerte de Sánchez Dragó recordé aquella oración chamánica en la que Jon Juaristi le advierte al Gran Manitú de que su amigo Mario Onaindia, recién muerto, lo liará “con el relato interminable de sus hazañas” y la “verdad de sus embustes”. Y es que si por algo se caracterizó el autor de La España mágica fue por su condición de Sherezade con pene, de embaucador que alivió nuestros días con historias y polémicas tan alocadas como entretenidas.

No hay duda de que Sánchez Dragó era por vocación un polemista, figura poco comprendida en un país como España, tan poco acostumbrado al disenso civilizado. Precisamente, uno de sus últimos puestos de combate fue como patrono de honor de la Fundación Disenso, vinculada a Vox. Esto, obviamente, era demasiado para el Quinto Regimiento político y periodístico, que siempre le tiró a matar. Dragó, sin embargo, con toda esa balacera se hacía tirabuzones o se fumaba un puro de kif, que lo mismo da. Pocas personas fueron más libres que él, y lo mismo hablaba de sus aventuras amatorias con un negro o unas lolitas japonesas que reivindicaba causas prohibidas como José Antonio Primo de Rivera –él, hijo de un periodista conservador asesinado por los franquistas– o la tauromaquia en su sentido más religioso. No se nos escapa que tenía su punto de sinvergüenza, de truhan con pico de oro, pero eso, en todo caso, le daba más encanto a un personaje que pocas veces perdía la sonrisa. A Sánchez Dragó, que se vio como un hombre espiritual, hay que reivindicarlo como un personaje destacado de la gran tradición surrealista española, junto a Dalí, Arrabal o Tip.

Como periodista, ya lo dijimos en su día, fue uno de los entrevistadores más cultos, divertidos y plurales que ha dado la muy aburrida televisión española (en estos días más inane que nunca). Programas como Biblioteca Nacional, Negro sobre blanco o El Faro de Alejandría, dirigidos por él, difundieron la mejor literatura sin el sectarismo al que después nos han acostumbrado algunos babélicos suplementos culturales. Parlanchín incansable, a veces derrochaba su talento porque podía permitírselo. Como escritor, fue autor de uno de los grandes bestsellers españoles de todos los tiempos, Gárgoris y Habidis, en el que ya mostraba su prosa torrencial y esa mezcla de iberismo y chamanismo, españolismo y orientalismo, que caracterizó una vida exploradora, cachonda y psicotrópica.

Su última aventura fue la criticada moción de censura de Tamames. No volveremos sobre eso. Probablemente en los próximos días escucharemos ladridos y veremos su figura alejarse al galope hacia esos ultramundos que soñó y proclamó. Para allá va, Manitú.

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