Ángel González o el valor cáustico de la palabra
Aunque se celebró en 1979, los comisarios, en un afán de anticipación, titularon la muestra 1980, como si con ella quisieran señalar un antes y un después. Tal vez al afirmar que con tal exposición querían poner fin a dos décadas de mediocridad casi general en España, no hicieran completa justicia a los autores que venían trabajando en este país durante esos años, pero sin duda querían subrayar la aparición de una pintura más libre y más sensual, y que buscaba conectar con audacia la tradición pictórica con la imagen popular, fuera la del cómic, el cine, la publicidad o la de los conciertos de rock. Aquella exposición, celebrada en la galería Juana Mordó, fue impulsada por Juan Manuel Bonet, Quico Rivas y Ángel González García, fallecido el domingo 21.
Ángel González, burgalés, nacido en 1948, unía a sus iniciativas como crítico el trabajo como profesor de Historia del Arte en la Universidad Complutense. En ambas facetas tuvo el difícil mérito de no limar aristas: decía lo que pensaba sin medias tintas y sin renunciar a la fuerza cáustica de las palabras. Así lo advertirá el lector de El Resto. Una historia invisible del arte contemporáneo (Premio Nacional de Ensayo del año 2000), o de textos tan sugerentes como La pintura se complica (en torno a la obra de Manet), Pintura para ateos: los bodegones de Chardin o su alegato contra la degradación del arte de coleccionar arte, Algunos avisos urgentes sobre decoración de interiores y coleccionismo.
Me he referido antes a 1980. Fue en cierto modo la presentación de la Nueva Figuración madrileña. Tal vez fuera el final de un peregrinar que inicia en 1967 el crítico y pintor Juan Antonio Aguirre con la exposición Arte Último, un intento de mostrar que en España había algo más que informalismo (que los críticos conservadores habían convertido en signo de la España Negra). En los 70, fueron Ángel González y Francisco Calvo Serraller quienes potenciaron otras alternativas. El final de la dictadura aceleró este cambio de agujas con una figuración en la que el color y un sabio eclecticismo que unía tradición y modernidad buscaba potenciar un arte que acabara con la oposición entre alta y baja cultura.
González desempeñó un importante papel en esta dirección. Aunque no aparece en Grupo de personas en un atrio, el gran cuadro de Pérez Villalta que reúne a cuantos hicieron posible la Nueva Figuración, fue decisivo en su ejecutoria. De un lado, impulsando el valor de la pintura frente las reservas del arte conceptual y de otro subrayando la importancia del color y la sensualidad. Defendía con decisión el valor sensorial del arte y dudaba de que pudiera ser una forma de conocimiento. Más bien lo concebía como semilla del deseo, en la medida en que logra despertar, como escribió, la avidez del ojo. En ese sentido fue un firme teorizador de la obra de Manuel Quejido, Carlos Alcolea, Chema Cobo o Guillermo Pérez Villalta, sin olvidar sus comentarios críticos a Navarro Baldeweg. En años en que se cuestionaba el valor de la pintura, González apostó por ella con la misma fe que Carlos Alcolea que solía decir, "si la pintura ha muerto, nosotros necrófilos".
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