Una historia de otro mundo
Ciencia Abierta
Nuestros mayores nos pueden enseñar muy bien eso que llamamos desarrollo sostenible
Granada/No se asusten, no les voy a hablar de extraterrestres, sino de terrestres y de tiempos no muy lejanos.
Cuando aprietan los rigores del verano por estos lares granadinos y la pertinaz sequía se encarga de secar fuentes, pulverizar la tierra o no dar tregua al canto de la chicharra, uno tiene la tentación de refugiarse en otro mundo donde estas visiones apocalípticas no alcancen. Pudiera pensarse en Alaska, en la Amazonia o en Nueva Zelanda, lugares sin duda de ensueño para los naturalistas, pero prefiero comenzar por lo más cercano. Cuando se van cumpliendo años la nostalgia emerge casi sin notarlo y en mi caso uno de los referentes de juventud es la Sierra de Segura. Por el contrario, a la Sierra de Cazorla hace tiempo que renuncié horrorizado al contemplar la proliferación humana en los innumerables lugares de ocio y estancia generados en las últimas décadas, digamos que por desgracia allí hoy se practica naturaleza de mercadillo.
Emprendí pues la marcha hacia tierras segureñas sorteando como pude las obras eternizadas de la nueva autovía a Albacete. Nada más descender desde Villanueva del Arzobispo hacia el pantano del Tranco el paisaje se transformó radicalmente, el murmullo del río Guadalquivir, la frondosa vegetación de ribera, el color verde inundándolo todo me insuflaron nuevos ánimos. Con esa grata compañía proseguí hasta mi destino, cuyo nombre me van a permitir no pronunciar amparado por la ley de protección de datos o por no violar su intimidad, que para el caso es lo mismo.
Llegado a mi meta comprobé alborozado que el tiempo se había detenido desde que allí acampé con unos amigos hace la friolera de casi cinco décadas. Bien empieza la historia, pensé. A partir de ahí pude ir penetrando en sus secretos transportado en mi vehículo ecológico de dos ruedas, llámese bicicleta. ¿Era cierto lo que contemplaban mis ojos?, ¿no estaba en el Pirineo o en los Picos de Europa?, ¿o más al norte de nuestra frontera? Me iba haciendo estas preguntas retóricas disfrutando de la soledad más enigmática, la que abrazamos ardorosamente los amantes de la naturaleza que habitualmente trabajamos para un público numeroso.
Barrancos profundos rebosantes de humedad, prados salpicando de vez en vez el paisaje, ejércitos de helechos bien formados, pinos laricios creando bosques tupidos o menos densos pero con su gran magnitud apuntando hacia la bóveda celeste, fragmentos de acebos, encinas, quejigos, arces… me acompañaban en los carriles rompepiernas que por allí serpentean. Y de cuando en cuando alguna aldea casi deshabitada, cortijos sucumbiendo al paso del tiempo, otros habitados por ancianos que se resisten a abandonar lo que siempre fue suyo, mientras algunos más han sido reconstruidos en viviendas inmersas en enclaves idílicos para estancias estivales. Realmente me encontraba en otro mundo.
En una de esas rutas conocí a Estanislao, un jubilado encantador nacido en aquellas tierras y dedicado ahora al noble oficio de mantener con vida aquellas construcciones familiares de antaño. Me habló de cómo la inmensa mayoría de los jóvenes como él fueron emigrantes hacia esas tierras que la Constitución del 78 tuvo la feliz idea de nombrar como Comunidades Históricas (seguimos con la historia). Con Estanislao tuve la ocasión de conocer de primera mano la vida de mediados del siglo pasado, lo que allí se sembraba, los canjes de patatas por aceite, las fiestas improvisadas que reunían a los vecinos en uno de los cortijos compartiendo viandas y música, las ayudas que todos se prestaban para sacar adelante cosechas y familias (la mayoría numerosas); eran tiempos en que la tierra daba para vivir y no se pasaba el hambre de otras zonas de la España de la posguerra. Como testimonios de los usos de la tierra de antaño sobreviven a duras penas frutales como nogales, ciruelos, cerezos o manzanos que hoy solo sirven de alimento a la avifauna.
También nos preguntamos el porqué de la escasa vida animal que ahora se observaba; antes abundaban conejos, perdices, ruiseñores, truchas…, sin lograr entender las causas de tal declive cuando la presencia humana es tan infrecuente. ¿Habría entonces una simbiosis entre aquellas especies y la forma de vida de esas gentes?, ¿era eso lo que ahora solemos llamar 'desarrollo sostenible'?
Me habló también de que conocía a Antonio Castillo, geólogo jienense afincado en Granada y coautor de ese bello libro editado y reeditado por la Universidad de nuestra ciudad llamado La Sierra del Agua, que relata como un entrañable manual antropológico historias sucedidas en las Sierras de Segura y Cazorla, y cuya lectura recomiendo encarecidamente a los conocedores de las mismas o a los que se sientan atraídos por ellas.
A pesar de esta visión de la Sierra de Segura que rezuma optimismo, algunos nubarrones se ciernen sobre esta isla en medio de un entorno socionatural tan poco proclive a ese sentimiento. Las huellas de un incendio reciente son dolorosamente visibles, según me contaron causado por un pirómano mediante la quema de cuatro rollos de papel higiénico estratégicamente situados para asegurar el desastre. Se advierte cierto malestar social cuando se lee en pintadas "Infoca mafia". Se observan instalaciones de acampada o casas forestales abandonadas a su suerte. En algunas monterías los cazadores matan a todo cuadrúpedo viviente, incluyendo hembras y crías, sin alcanzar a explicarme la ausencia de vigilancia en estos eventos…
He alcanzado a pintar una primera semblanza de estas tierras tan cercanas a nosotros pero para concluir solo me resta pedir a quien las visite que las cuide y aprecie como yo he pretendido hacerlo en esta crónica, con la esperanza de que los jóvenes de hoy puedan recordarlas como las vieron transcurrido otro medio siglo.
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