Cuentos de hadas para adultos
Cátedra pone en las librerías la primera monografía escrita en nuestro país sobre el cineasta inglés Terence Fisher, conocido por sus películas de terror
El 2 de mayo de 1957 se estrenaba en Londres una modesta producción que, en apenas unos pocos meses, se convertiría en un boom comercial y fijaría un punto y aparte dentro del género de terror. La maldición de Frankenstein había costado alrededor de 65.000 libras esterlinas y tan sólo en el mercado estadounidense recaudó más de siete millones de dólares; saquen ustedes el correspondiente porcentaje. Su director, Terence Fisher, había hecho con anterioridad alguna estimable aportación al cine de suspense y de ciencia ficción, pero hasta entonces no había probado con el relato de miedo. El proyecto cayó en sus manos por pura casualidad; la productora Hammer Films le debía por contrato una película. La maldición de Frankenstein también fijó un antes y un después en su carrera; de hecho, sus trabajos previos han sido generalmente ignorados por la cinefilia más acomodaticia (en su descargo alegaremos que son obras difíciles de ver: en nuestro país, la mayoría jamás han sido emitidas por televisión ni editadas en formato doméstico).
En su preciosa monografía, Joaquín Vallet dedica un amplio espacio a esta primera etapa. Aunque no firmara ninguna gran película, este período de rodaje sirvió a Fisher para hacerse un hueco en la industria británica, aprender los secretos del oficio y definir su estilo, si bien, como dice Vallet, "no hay ningún tipo de progresión en las maneras cinematográficas de Fisher; nada en sus piezas pretéritas que pudiera aventurar los rasgos que conformarían La maldición de Frankenstein".
El éxito animó a los principales artífices de ésta a probar suerte con otra criatura indispensable del bestiario clásico. La historia es conocida: Terence Fisher y su equipo no tardaron en superarse a sí mismos gracias a Drácula (1958), una obra aún más redonda, un taquillazo aún mayor: Hammer Films obtuvo unos beneficios cincuenta veces superiores a la inversión inicial de 81.000 libras. No se trató de una simple renovación del mito, sino de una reinvención en toda regla. Drácula era una propuesta tan inteligente como osada, y su alto voltaje sexual -de un erotismo sutil, metafórico, vibrante- escandalizó a las mentes biempensantes de la época. "Fisher es un cineasta claramente ambivalente -recuerda Joaquín Vallet- y es, en dichos términos, en los que expone la vertiente erótica de sus obras. Siempre enclavadas en el subtexto de la trama o en los recovecos de su puesta en escena. Jamás en un primer término". Drácula (Christopher Lee) encarna dicha ambivalencia exacerbando hasta límites nunca antes vistos el rechazo y la fascinación que la figura del monstruo ejerce en sus víctimas. A Van Helsing (Peter Cushing) no le preocupa el final de quienes caen bajo su influjo, sino su conversión en criaturas entregadas, consagradas a la sola satisfacción de sus apetitos.
Hammer Films dio luz verde entonces a un ambicioso programa de adaptaciones de clásicos del género de terror: La momia, el Dr. Jekyll y Mr. Hyde, el hombre lobo o el Fantasma de la Ópera, entre otros, puestas todas ellas a disposición de quien se había convertido en su realizador estrella. Habría sido en verdad una empresa hercúlea mantener el listón a la altura de La maldición de Frankenstein o Drácula, y estas producciones no siempre satisfacieron las expectativas generadas. En La momia (1959), que fue muy bien recibida por el público, lo diremos con palabras de Joaquín Vallet, se alternan "momentos deslumbrantes y otros ciertamente desastrosos".
En cambio, en Las dos caras del Dr. Jekyll (1960), que obtuvo unos discretos resultados en taquilla, acometió por contra una de las lecturas más audaces del relato de Robert Louis Stevenson. En el título se deja claro que no se trata de dos personalidades distintas, sino de dos manifestaciones diferentes de la misma persona. Aquí, el Dr. Jekyll es un individuo gris y resentido y Mr. Hyde su brazo armado, una especie de superhombre nietzscheano que satisface los deseos más retorcidos del otro.
En ocasiones, el resultado se resintió por causas externas. En 1960, la Hammer se embarcó en una ambiciosa producción sobre la Inquisición española, basada en un libreto de John Gilling; el proyecto se abortó debido a las injerencias de la Legión Católica de la Decencia y la productora decidió aprovechar los decorados construidos -que incluían la reconstrucción de un pueblo de Castilla- para una historia de licantropía ambientada en la España decimonónica. La maldición del hombre lobo (1961) sufrió cortes en la fase de guión y, una vez terminada, debió abreviar su metraje eliminando varias escenas más.
Así y todo, en Inglaterra se estrenó con la Calificación X, restringida a mayores de edad, lo que no le impidió convertirse en otro sonoro taquillazo. Joaquín Vallet habla de esta película en términos de "obra maestra"; yo discrepo. Es un trabajo muy sugerente que exterioriza el lado humano del monstruo, mientras insiste en el lado monstruoso del ser humano, pero ni el desarrollo ni el desenlace están a la altura de tan atractivo planteamiento. Hasta su muerte, Fisher especuló con la posibilidad de una secuela, pero la idea no prosperó.
El fantasma de la ópera (1962), por su parte, nació como una producción de altas miras -Hammer quería a Cary Grant como protagonista-, pero, a medida que fue creciendo como proyecto, la productora fue rebajando sus pretensiones, aceptando lo evidente: carecían de recursos para construir un superespectáculo a la manera hollywoodiense. El director nunca se mostró demasiado contento de su trabajo y la película fue uno de los grandes fiascos comerciales de la compañía. Fisher se resarciría firmando otras obras magistrales, entre las que debo citar forzosamente Drácula, príncipe de las tinieblas (1966) y El cerebro de Frankenstein (1969).
Joaquín Vallet nos recuerda que, a pesar de que Terence Fisher no se sintiera emocionalmente unido al género que le dio fama, supo aprovecharlo "para exponer sus inquietudes más íntimas". El relato de terror le permitía acercarse de manera oblicua al tiempo presente y a sus inquilinos provisionales, atreviéndose con diagnósticos tanto o más radicales que los realizados desde presupuestos puramente realistas (no es éste el momento de cuestionar el presunto realismo del llamado cine realista, pero quede al menos constancia de las dudas que suscita). Desde posiciones férreamente morales, que no moralistas, el cineasta indagó en el mal que los hombres hacen; el monstruo es tanto un agente externo como algo que está dentro de nosotros. En una ocasión, Fisher afirmó que sus películas eran como "cuentos de hadas para adultos". Me siento incapaz de mejorar esta definición.
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