De libros

Elisabeth Mulder, la escritora secreta

  • La antología 'Sinfonía en rojo' sale al rescate de la poeta y novelista, quien partió del género rosa para afianzar una estimable obra de introspección psicológica y orientación cosmopolita

Retrato de juventud de Elisabeth Mulder realizado por su padre hacia 1920.

Retrato de juventud de Elisabeth Mulder realizado por su padre hacia 1920. / FUNDACIÓN SANTANDER

En los primeros días de 1939, un motorista, en misión oficial para el gobierno de la República, llama a la puerta de la vivienda de la escritora Elisabeth Mulder. Aquella residencia, situada en el número 53 del paseo de la Bonanova de Barcelona, está a salvo de la violencia por una bandera holandesa que ondea en el balcón, instalada allí por el consulado de los Países Bajos. Manuel Azaña va a partir al exilio y desea llevarse con él la novela La historia de Java (1935), el gran éxito comercial y de crítica de la autora. Su ejemplar, al parecer, se ha quedado en Madrid, con otros muchos títulos de su biblioteca, y el presidente arde en deseos de leer aquella historia instalada entre las enseñanzas del filósofo Ortega y Gasset.

El episodio, dado a conocer por la profesora de la Universidad Complutense María del Mar Mañas, alumbra la fama que acompañó en buena parte de su vida a Elisabeth Mulder (Barcelona, 1904-1987). Sin embargo, su nombre era apenas hoy un rastro apagado, un récord de olvido; si acaso, todo lo más, una estela puntual en algunos libros de otros. De ese rincón se propone sacarla ahora la antología Sinfonía en rojo, publicada por la Fundación Banco Santander bajo la supervisión de Juan Manuel de Prada. El volumen reúne una selección de su obra narrativa, poética y periodística, pues la escritora ejerció también la crítica cultural en La Vanguardia y en la revista Ínsula. Además, volcó al español a Baudelaire, Shelley y Keats, entre otros.

De su "profundidad de pensamiento" se dijo, en los años 20, que parecía propia de un hombre"Fue una mujer desligada de ataduras, sin otra servidumbre que su arte", escribe De Prada

Ese pormenorizado ejercicio de amnesia se sustenta en tres principales razones, a juicio del compilador. "A esa calculada y metódica preterición -señala De Prada- ha contribuido que escribiese siempre en castellano; también que jamás manifestase adhesiones políticas que ahora pudieran favorecer reivindicaciones sectarias; y, desde luego, que nunca se adaptase a las modas imperantes en su época, desdeñando por igual los tremendismos ruralizantes y los existencialismos de medio pelo que practicaron los escritores de su generación". En esta línea, concluye que "Elisabeth Mulder fue, sobre todo, una mujer desligada de ataduras, desligada casi de sí misma, sin otra servidumbre que su arte".

De ella se sabe que vivió con esa locura de las muchachas bien contorneadas en el arranque del siglo XX. Era hija de una portorriqueña de ascendencia italiana y catalana y de un holandés de título nobiliario que repartía su tiempo entre el ejercicio de la medicina, los viajes de recreo y el cultivo diletante de la pintura. La niña estaba dentro de una corriente que se distinguía por la educación, el cuidado de los modales y la lectura. Estudió en casa, a ratos en Barcelona, a ratos en una explotación azucarera en Puerto Rico. Esa singularidad explica que no fuera al colegio más allá de unos pocos meses, aunque aprendió inglés, francés, italiano y ruso trasteando entre los libros de la biblioteca familiar. Eso sí, recibió una sólida formación musical con Enrique Granados.

En el terreno literario, Mulder puso pie, primero, en la poesía. A los 15 años ganó unos Juegos Florales celebrados en Barcelona, al tiempo que empezó a colaborar con algunos periódicos, a los que enviaba por correo postal sus textos. Este hecho destapó el falso rumor de que, en realidad, se trataba del pseudónimo de algún prócer. "Con esa riqueza verbal, esa profundidad de pensamiento y esa fuerza de expresión no escribe el sexo débil", se dijo a raíz de la salida de su primer poemario, Embrujamiento (1921), a los que seguirían Sinfonía en rojo (1929), La hora emocionada (1931) y Paisajes y meditaciones (1933). A su marido, el abogado Ezequiel Dauner, 30 años mayor que ella, parecen dedicados los versos de El pulpo: "Una noche soñé que un pulpo me quería. / ¡Oh, la indecible angustia de aquella aberración!".

Luego, se instaló en la narrativa, donde cosechó sus éxitos más importantes. Como vía de acceso, Mulder empezó a publicar en la revista Lecturas, que entonces daba acomodo a las primeras autoras españolas que surcaban por el género rosa. Pero pronto abandonaría aquel carril para instalarse en la novela. Debutó en 1934 con Una sombra entre los dos y al año siguiente triunfó con La historia de Java. "Esta novela es, antes que ninguna otra cosa, una intransigente parábola sobre la libertad que no admite cortapisas ni concesiones; y también un retrato secreto y muy revelador de su autora, que decidirá consagrarse por entero a su vocación, para exorcizar las sombras que se abaten sobre España", apunta De Prada.

Durante la Guerra Civil, la escritora se refugió en su domicilio de Barcelona. En aquella reclusión nació su tercera novela, Preludio a la muerte (1941), donde se narraba el suicidio de la protagonista, algo que la censura juzgó poco adecuado para los lectores. La década de los 40 abrió la etapa más creativa de Mulder, quien, en pocos años, daría a la imprenta tres libros: Crepúsculo de una ninfa (1942), El hombre que acabó en las islas (1944), Las hogueras de otoño (1945) y Alba Grey (1947). Éste último es, en opinión del antólogo, "el libro más nítidamente mulderiano, pues en él se describen el vacío existencial y las populosas soledades que afligen a sus personajes, a la vez que los ambientes aristocratizantes donde se proyecta su experiencia viajera".

Con el paso de los años, abandonaría la novela para adentrarse en el relato y en la literatura infantil, aunque no tardaría en ser una inquilina más del olvido. En una fecha tan temprana como febrero de 1947, José Luis Cano ya se quejaba en Ínsula del olvido de la escritora, algo que acrecentará la voluntad de retirada de la autora hacia posiciones más discretas. Sólo Francisco Rico, entonces un prometedor filólogo, interrumpirá en 1959 ese ostracismo. "Nuestra escritora se quedó atrapada en una tierra de nadie que no hizo sino tragarla a medida que pasaban los años. Hasta que su nombre se convirtió en una canción sin música, en una flor sin perfume, en un planeta sin sol", concluye De Prada.

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